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Puta nostalgia...

09/06/2022
 Actualizado a 09/06/2022
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Este artículo empezó la mañana del miércoles en la tertulia de después del segundo café en la terraza del bar de mi pueblo. Emilio nos comentó, a Pablo y a un servidor, qué por fin este año, después de la resaca de la pandemia, volverían a juntarse para ir a comer él y sus compañeros de clase del seminario. Y habló de que ya echaban de menos a algunos fallecidos, sobre todo a Carlos ‘Tareta’. Carlos, de Vegas también, fue sin duda, el tipo más inteligente que conocí en mi vida. Poseía una memoria prodigiosa y una clarividencia que daba mucha envidia...; , mucha envidia de ver lo listo que era y de lo poco que lo aprovechó. Carlos, como tantos otros personajes que he conocido, murió demasiado pronto y gran parte de su vida estuvo marcada por un alcoholismo que distorsionaba la realidad, creando una propia, mucho más fea, y que fue tan precoz que dejó huérfano al mundo de una mente maravillosa.

Esa misma tarde, Luis Cubillas, compañero de internado en el manicomio de la calle Álvaro López Núñez, me mandó un Whatsapp en el que anunciaba que había muerto Miguel Martínez Valderrey, natural de Robledino de la Valduerna. Luis creó, hace ya unos años, un grupo para reunirnos una vez al año. Se trataba de confraternizar, claro, pero, sobre todo, se trataba de ir a comer juntos. El primer año, prometí solemnemente que iría, pero no contaba con la fiesta de Villanueva, ni con mi primo, ni con la castaña subsiguiente que agarré, ni con que fuimos los últimos en marchamos de la fiesta. Con una resaca del tamaño de la Quebrantada de grande, por supuesto, no fui a León, ¡estaba uno bueno! Los años siguientes, tampoco acudí, porque me daba cosa tener que explicar el motivo de mi ausencia el primer año. Es cierto que me quedé con las ganas, pero los principios son los principios y uno se atañe a ellos en cualquier circunstancia.

Recordando a Miguel, también pensé en Wenceslao Menéndez, nacido en el paraíso de la comarca de San Emiliano, (no recuerdo si en Villafeliz o en la Majua), y, también, muerto demasiado pronto. Llegar a los años que tengo, trae consigo ver morir a compañeros de fatigas a los que creías, igual que se cree uno, invencibles, inmunes a las fatigas y a los avatares de la vida. Pero no es así. En un grupo más o menos amplio, (éramos setenta u ochenta en la sección de pequeños en el año 1970), es, por desgracia, natural que alguien muera, aunque nos cueste admitirlo.

Recuerdo con una mezcla de ira y de alegría aquellos años. Ira por recordar lo que no hacían aguantar los curas; alegría, porque la vida entonces estaba compuesta por juegos y presidida por una camaradería eterna entre nosotros, los chavales a los que unos padres llenos de buenas intenciones echaron de casa y de su lado para que adquiriéramos una sabiduría que nos ayudara a sobrevivir en un mundo de locos.

Pasado en tiempo, cuando recorría, por mi trabajo y mis aficiones, esta provincia y la vecina del norte, Asturias, varias veces al año, al pasar por cada pueblo, lo primero que venía a mi cabeza era que allí había nacido un compañero de internado. Me acordaba de Canedo cuándo estaba en Villaseca de Laciana; de Cabero, al ir a Bercianos del Páramo; de Miguélez al pasar por Burón; de Fernando Rueda cuando entraba en el bar de su padre en Puente Almuhey; de Luis y de Aníbal cuando paraba o pasaba por Santa Lucía o Ciñera; de Amalio Guisasola, al llegar a Grado, o de Acebal, cuando estaba en la playa de San Lorenzo, en Gijón. Me sucedía siempre...; pero nunca los busqué. Creo que fue porque no quería revivir los recuerdos del internado, del colegio, dónde éramos tratados de aquella manera por los Hermanos. A ver, no quiero atizar el fuego, que bastante tuve con la bronca que me gané cuando expliqué, en estas mismas páginas, porqué llamaba «manicomio» al colegio, y las desventuras que sufrí a manos del ‘Hermano Oso’ y algún otro... Sé, por supuesto, que hubo compañeros que fueron muy felices, que recuerdan aquella etapa de su vida con satisfacción; no es mi caso, por desgracia. Pasados los años, ¡muchos años!, no he logrado superar la experiencia, no he sido capaz de hacer borrón y cuenta nueva...; debo de ser un rencoroso del copón, de los que perdonan pero no olvidan.

Pero es cierto también que me acuerdo de casi todos mis compañeros con cariño, con nostalgia, logrando verlos, tantísimo tiempo después, como los niños que éramos, como si no hubiéramos envejecido, como si el tiempo de Einstein nos conservara igual que entonces, como si las desgracias y malas épocas que todos hemos tenido que pasar no hubieran distorsionado ni nuestra fisonomía ni nuestra manera de ser o de sentir las cosas. ¡Un abrazo, Miguel!, espéranos muchos años en el valleJosafat, dónde todos aguardaremos el día del juicio final. Salud y anarquía, siempre.
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