¿Próxima parada? (9/10): 'A orillas del Cadagua'

Continúa el emotivo viaje de diez entregas por la ruta que desde el siglo XIX transportaba en tren mercancías y pasajeros desde las cuencas mineras de León hasta los Altos Hornos de Vizcaya y ahora agoniza en el olvido

Camino Díez Llamazares
04/12/2022
 Actualizado a 11/12/2022
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Balmaseda es la primera estación por la que pasa el Hullero en la provincia vizcaína. Al llegar a la parada, los pasajeros bajan de la máquina a la que se habían trasladado hacia la mitad del recorrido para subirse a una nueva. Esta es eléctrica y está destinada al servicio de cercanías de la provincia.

– Rápido, que no espera –se oye al interventor dirigirse a los viajeros.
– ¿Sale ya mismo? –pregunta alguien.
– Sí, sí, que ya viene con retraso –responde el ferroviario. Después, coge sus cosas y abandona la estación.

El tren ha llegado unos diez minutos más tarde de lo previsto a Balmaseda. En el interior de la nueva máquina pocas personas esperan la llegada del Hullero. No se ve al interventor y, poco después de que suban los nuevos viajeros, el ferrocarril se pone en marcha a toda velocidad para ir hasta Bilbao. Se tarda algo menos de una hora.

Balmaseda es otro de los puntos más relevantes a lo largo de todo el recorrido. Es uno de los enclaves industriales más reconocidos en País Vasco, entre otras cosas, porque cuenta con los talleres y oficinas centrales del ferrocarril de La Robla. Está claro que el mundo del ferrocarril está muy ligado a este pueblo, en el que el cauce del río Cadagua ocupa buena parte de la panorámica y lo convierte en una especie de Venecia vizcaína con un carácter más industrial.

Cada 23 de octubre, coincidiendo con la festividad de su patrón San Severino, se celebra en la villa el Concurso de Pucheras en homenaje a aquellos ferroviarios que echaban mano de ollas para comer caliente en épocas de frío durante su jornada en el interior del tren. Las pucheras funcionaban con el mismo vapor que salía de la máquina. Como algunos ferroviarios no podían usar ese carbón, se acabaron fabricando las pucheras actuales, con un espacio para quemar carbón vegetal.

Cuando Aparicio llegaba al pueblo desde Bilbao, le sorprendía lo concurrido de su estación. Del interior del Hullero, escribía que parecía "paso obligado del viajero que retira sus bultos, punto de concentración de ferroviarios en servicio, centro de mensajes, lugar de encuentros o, simplemente, ocasión de curiosidades para merodeadores de andén". Poco queda ya de eso. Las máquinas de ahora no despiertan demasiada curiosidad.

La villa está rodeada de la Sierra de Ordunte. En ella, puede encontrarse una ermita de estilo románico que data del siglo XII, la ermita de San Sebastián. Se dice de esta zona que las montañas han supuesto en varias ocasiones la salvación del pueblo, como aquella vez que una epidemia de peste aterrizó en la localidad y los vecinos hubieron de trasladarse al monte Kolitza. "Dicen que de día, y si se mira con cuidado, se ven los vestigios de las antiguas paredes de barracas y chabolas en que habitaron", en palabras de Aparicio.
Uno de los viajeros habla por teléfono. Está avisando de que le queda una hora para llegar a casa. Se llama Aitor y ronda los setenta.

– Vengo todos los días para jugar la partida con mis conocidos.

Nació en Balmaseda pero acabó trasladándose a Bilbao. Cada día, después de comer, coge el tren de cercanías hasta su antiguo pueblo y pasa toda la tarde con sus amigos jugando a las cartas y bebiendo marianitos.

– ¿A qué soléis jugar?
– A lo que sea, lo que nos apetezca –dice. – A veces, al chinchón o al tute. Aunque a mi me gusta el cinquillo.
Suele subirse a las nueve menos cuarto al tren que vuelve a Bilbao para llegar a la hora de la cena, coincidiendo en horario con los viajeros que recorren las vías del Hullero. Aitor es uno más de los muchos que hubieron de trasladarse de la ciudad al pueblo para encontrar trabajo.
– Yo estuve mucho tiempo en Luchana, donde los Altos Hornos –comenta de pronto.
– ¿Trabajabas allí?
– Sí, claro –dice contundente, – muchos años estuve allí –se queda pensativo un instante. – Al principio, iba desde Balmaseda –añade.
– ¿Cuándo te fuiste a Bilbao?
– Tendría yo unos treinta o algo más. Tardaba menos en ir a trabajar –aclara. – Recuerdo viajes hasta la fábrica con algunos compañeros. Íbamos en el coche de uno, un Seat Málaga del 85 –al recordarlo, su mirada parece perderse en el océano de su memoria. – Se lo acababa de comprar y lo pasábamos pipa –termina sonriente.

Aunque en 1972 se suprimió el transporte de pasajeros hasta Luchana, hoy es la última estación para el servicio de cercanías. Cuando acaba la conversación, suena su teléfono de nuevo. El hombre hace un gesto de desdén con la mano y, mientras responde perezoso, se despide amablemente con la mirada.

A estas horas no hay muchos ocupantes en los asientos del tren, pero lo cierto es que esta línea suele transportar bastantes pasajeros. La mayoría de personas van de un pueblo a otro. El río Cadagua acompaña al Hullero en casi todo su recorrido por Vizcaya. Uno de sus meandros acoge la ferrería de Bolumburu, donde se ocupaban de transformar el mineral de hierro en metal antes de la aparición de los altos hornos. La ferrería se encuentra en una localidad que responde al oportuno nombre de La Herrera.
En esta máquina se escucha la voz que advierte las paradas. Ahora, dada la localización, lo hace primero en euskera y después en castellano. María Ángeles, la señora de Aguilar que se había subido con su sobrino en Mataporquera, va repitiendo el nombre de cada estación mientras Alberto, el sobrino, se ríe. Unos asientos más adelante, una señora viaja con su perro.

– Tranquilo –le dice mientras el animal lloriquea. Lo lleva tumbado encima de sus piernas.
– ¿Qué edad tiene?
– Es muy mayor –explica. – Tiene quince años y ya casi no ve; además, está malito y apenas puede caminar.

El perro permanece en la misma posición al tiempo que la señora le acaricia. De vez en cuando, suelta algún gemido. La mujer no deja de tranquilizarle. A medida que el Hullero avanza, los pasajeros van bajando en las numerosas paradas y el tren se va vaciando poco a poco. Esta máquina funciona más veloz que las anteriores y realiza paradas en estaciones y apeaderos.

Javi está sentado en la primera fila del furgón. Es un chico de veintitrés años que viaja casi a diario desde Bilbao hasta Balmaseda. Es de Pamplona pero vive en la capital de Vizcaya.

– Expongo este mes con dos colegas en el Palacio de Horkasitas –cuenta. – Es una exposición colectiva.
– ¿Eres artista?
– Lo intento –responde divertido.

Estudió Bellas Artes en Bilbao y, actualmente, realiza un máster en la misma universidad. Aunque nació en Pamplona, tuvo que trasladarse a País Vasco debido a que la oportunidad de estudiar el grado que deseaba no era factible en su ciudad natal.

– ¿Sabías que estas vías tienen más de cien años?
– Pues no tenía ni idea, los trenes parecen muy modernos.

Pocos de los jóvenes que, como Javi, se suben a este tren a diario, saben la historia que sus raíles esconden. Para ellos, es un medio de transporte más; la forma más rentable de viajar a alguno de los pueblos por los que se extiende el trayecto. Tampoco es que sea de extrañar; el Hullero se ha visto sumido en un progresivo e irremediable abandono durante las últimas décadas. Si su historia no ha caído completamente en el olvido es por las personas que han acompañado su vida de este trayecto. Personas de edad avanzada que sostienen el recuerdo del histórico Hullero, del que poco queda ya y mucho menos quedará el día en que toda esa generación pase a mejor vida.
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