¿Próxima parada? (7/10): 'Una especie de Diógenes de Sinope'

Continúa el emotivo viaje de diez entregas por la ruta que desde el siglo XIX transportaba en tren mercancías y pasajeros desde las cuencas mineras de León hasta los Altos Hornos de Vizcaya y ahora agoniza en el olvido

Camino Díez Llamazares
20/11/2022
 Actualizado a 20/11/2022
Estación de Feve de La Robla. |  ENRIQUE GÓMEZ
Estación de Feve de La Robla. | ENRIQUE GÓMEZ
No es mucha la distancia entre Arija y Cabañas de Virtus. Aunque el Hullero ya ha avisado esta última, el tren no para. Una vez sobrepasada la estación, las vías se van alejando paulatinamente del pantano de Arija. De este escribía Aparicio que cada día se sacaban alrededor de mil toneladas de arena para llenar las alforjas del ferrocarril y transportarla hasta las fábricas de Cristalería Española de Llodio, en Vizcaya. Igual que el carbón y aquellos niños que, seguro, acabaron por trasladarse a Bilbao, la arena abandonaba su tierra para ir a parar a uno de los grandes focos industriales.

Poco después de la parada de Arija, el tren atraviesa un túnel. Al dejarlo atrás, ya poco queda que ver en el exterior. Las luces del interior de la máquina multiplican los asientos con el reflejo de las ventanas y, entre ellos, asoma la cabeza de los pocos tripulantes que hay en el Hullero.

En un viaje anterior, uno de los maquinistas salía de la cabina por esta zona y hablaba en voz alta.

– Vaya viaje accidentado – decía suspirando, – antes de entrar al túnel casi atropellamos a un señor.

El hombre estaba paseando justo al lado de los raíles y el maquinista tuvo que frenar de golpe para que no ocurriese una desgracia.

– ¿Antes de llegar a Llano? – una mujer se incorporaba un poco en su asiento para dirigirse al joven conductor. Se había subido en Arija y tenía unos treinta años.
– Sí – respondía él, – por ahí.
– Ya sé quién es – por la forma de hablar de la mujer, parecía que ella y el maquinista se conocían. – Es uno que anda perdiendo la cabeza – lo decía sin ninguna pena.

El tren continúa su recorrido y concede varios silbidos a su paso. La oscuridad que ahora invade el ambiente no deja saber en qué punto exacto del trayecto se encuentra el Hullero. Un sentimiento de desolación y desorientación acompaña sobremanera el recorrido.En León, el tren avanzaba entre zonas de montaña y por este tramo oscila con sus curvas entre bosques y páramos; aunque ahora todo se presenta bajo la lóbrega capa del anochecer.

El ferrocarril estaciona de pronto. No puede verse el nombre de esta parada. Suben tres pasajeros. Al abandonar la estación, una farola permite apreciar el cartel de Pedrosa. El interventor se levanta rápidamente para acercarse a los nuevos inquilinos de la máquina. Dos se han sentado en la zona delantera; el tercero ha decidido irse más atrás. El ferroviario se sumerge en una conversación con los dos primeros, que parecen un matrimonio. Apenas se oye lo que dicen a causa del ruido del interior.
El interventor vuelve con sus cosas y se queda de pie frente a ellas. Durante unos minutos, no se escucha ninguna voz dentro del ferrocarril. Con su aparato para revisar los billetes, el ferroviario visita al tercer nuevo pasajero.

El viajero lleva dos bultos considerables. Se ha sentado bastante apartado del resto y no lleva puesta la mascarilla. El interventor se lo advierte y él se la pone. Va vestido de negro y lleva una gorra de Adidas.

– Hay baño, ¿verdad?
– Sí, claro – el interventor le responde sin mirarle a los ojos. Permanece unos instantes con la mirada fija en el billete. Cuando termina, se lo devuelve y le mira. – Aquí tienes – le dice.

El pasajero alarga su brazo para coger el billete. Tampoco hace mucho caso del revisor, que se da la vuelta para alejarse y volver a su asiento. El nuevo viajero se levanta y se acerca hasta la puerta del baño, donde le ha indicado el interventor. Al pasar entre los asientos, deja un hedor curioso y la señora que se ha subido en su misma parada hace un gesto de incomodidad.

Cuando sale del baño, regresa a la parte trasera. Segundos después, se oye el sonido de una lata que está siendo abierta. El hombre se ha quitado la mascarilla y comienza a beber una cerveza. El Hullero se acerca a la próxima parada: Sotoscueva. El pasajero se llama Manolo y ronda los sesenta.

– ¿Hacia dónde vas?
– Cada vez a un sitio – posa su mirada atenta y responde a la pregunta con amabilidad. – Hoy bajo en Balmaseda.

El hombre tiene como destino un albergue en el primer pueblo de Vizcaya por este recorrido. Lleva casi treinta años viviendo en la calle.

– He vivido en un pueblo de País Vasco mucho tiempo, pero ahora duermo en albergues y estaciones – tiene un acento que resulta familiar.
– ¿De dónde eres?
– De León, ¿tú?
– También – no se lo espera y su expresión se traduce en una sorprendida.
– Yo soy de un pueblo – aclara interesado, – de Puente Villarente. ¿Lo conoces?
– Claro, por ahí se dice lo de: «Por el puente Villarente…» – interrumpe en ese instante.
– «Palomas pasaron veinte: paloma uno, paloma dos... » – por costumbre, casi por manía, sigue enumerando las palomas hasta llegar al número veinte.
– ¿Te has subido en Arija?
– Sí, bueno, es que cada vez voy a un sitio – repite. – He dormido muchas veces en la estación de Mataporquera y en la de La Robla, no sé cuántas veces me han echado.
–Pues sí que hace frío por ahí.
– Qué te voy a contar… Hace un frío del demonio – se ríe a terminar la frase.
– ¿No te da miedo?
– ¿De qué me voy a asustar? – se vuelve a reír – ¿De que me roben? – no espera respuesta – Si solo llevo un par de mantas y un saco de dormir.

Manolo explica que en Balmaseda hay un albergue donde suele ir a dormir alguna vez. Está inquieto porque no sabe si llegará antes de la hora de cierre.

– Allí puedo pernoctar un par de noches y asearme y tal, pero no me importa dormir en la calle – confiesa. – Me bebo siete u ocho cervezas, las que tenga, y caigo redondo.
Apenas se entiende lo que dice Manolo. Aunque no lleva puesta la mascarilla, su boca ya está algo adormecida a causa de la cerveza. Tiene una barba hirsuta y descuidada que tapa una parte de su cara y, si vocaliza poco, le hace parecer que vocaliza menos aún. Es un apasionado del País Vasco.
– Aunque soy de León, allá donde voy, siempre grito: «Gora Euskadi» – levanta el puño al decir la frase.

Manolo es una especie de Diógenes que, en lugar de haber nacido en la ciudad turca de Sinope, lo hizo en la provincia de León. Por un segundo, al escucharle hablar, no es extraño pensar que este hombre ha roto toda barrera temporal y es el mismo filósofo que aquella vez, botella en mano, le pedía a Alejandro Magno que se apartara para que le diera un poco el sol.

– Yo vivo en la calle, pero soy feliz – Manolo no necesita demasiadas respuestas para seguir con la charla. – Pido en la calle y no sabes lo duro que es – explica. – Lo importante en la vida es vivirla con dignidad.

La filosofía de Manolo reside en un consejo que sus padres le dieron cuando era pequeño.

– Siempre me dijeron que lo que no quisiera para mí, tampoco debería quererlo para el resto. Hay que tratar bien a todo el mundo, pero a los ricos que les den por el culo – sentencia entre risas.

Después de un rato, vuelve a su asiento y se escucha de nuevo el sonido de una lata al abrirse. Intermitentemente, se le oye cantar. O algo parecido. No canta muy alto. No es demasiado excéntrico, aunque el resto de viajeros echa algún vistazo de vez en cuando. El Hullero debe de estar cerca de Espinosa de los Monteros.

De pronto, Manolo se levanta. Se acerca y ofrece un papel.

– Esto es para ti – dice. – Muchas gracias y que te vaya muy bien en la vida, paisanica’.

En el papel, pueden leerse unos versos dedicados a la Virgen Peregrina. Por la parte de atrás, con mala caligrafía, Manolo ha escrito: «Paisana, con todo mi corazón, que seas muy feliz y tengas feliz tu corazón hacia el cielo». Ya se ha alejado y está de nuevo sentado junto a sus bultos. Había dicho que era «un beato». Al poco tiempo se queda dormido. Ha tardado poco en caer redondo.
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