¿Próxima parada? (6/10): 'Ni Domitila, ni rifas'

Continúa el emotivo viaje de diez entregas por la ruta que desde el siglo XIX transportaba en tren mercancías y pasajeros desde las cuencas mineras de León hasta los Altos Hornos de Vizcaya y ahora agoniza en el olvido

Camino Díez Llamazares
13/11/2022
 Actualizado a 13/11/2022
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El tramo del Hullero por Cantabria es el más corto. Su itinerario indica únicamente cuatro paradas a lo largo de la provincia además de Mataporquera. El maquinista avanza rápidamente mientras el exterior va poco a poco tornándose más oscuro. El derredor es completamente verde debido a la cercanía del río Ebro, el segundo más largo de la península ibérica después del Tajo.

El Ebro recorre casi toda la península de norte a sur hasta desembocar en el mar Mediterráneo. A lo largo de su recorrido, alterna tramos más y menos caudalosos y compite con el Duero por el primer puesto de la clasificación. A pocos kilómetros de las vías, en la localidad de Reinosa, se produce el nacimiento del río que ahora acompaña al Hullero.

La próxima estación es la de Los Carabeos, donde se repite la escena habitual: el tren para muy pocos segundos tras avisar de su llegada con un silbido que ya comienza a resultar verdaderamente molesto dada su monotonía. El conductor sale deprisa, sin esperar a que nadie suba porque, de nuevo, no hay nadie esperando para subir.

Al dejar el pueblo atrás, queda a la derecha la zona conocida como la Aldea del Ebro, que se encuentra en mitad de un valle extenso y precioso. La vista desde el tren es privilegiada cuando los árboles que rodean las vías permiten admirar el paisaje.

El Hullero va acercándose al embalse de Arija como si fuera mecido por el curso del río Ebro. En Montes Claros, el ferrocarril no realiza la parada estipulada: quizá por falta de viajeros o, quizá, por el deseo del maquinista de llegar al destino lo antes posible. Antiguamente, el Hullero era posiblemente el único medio de comunicación para el monasterio de dominicos que se encuentra cercano al pueblo durante los fríos inviernos.

De vez en cuando, se oye en el interior del vehículo la conversación que mantienen en la cabina el conductor y los dos jóvenes que le acompañan. Uno de ellos va entrando y saliendo a cada rato. Aprovecha para sentarse en una de las filas de asientos de la zona de pasajeros; en la cabina del conductor apenas hay espacio para tres personas y mucho menos para tres personas sentadas.

Aunque son varios los viajes en los que el pasajero puede toparse con aprendices de maquinista en el tramo de Mataporquera hasta Bilbao, la estampa no es habitual entre León y Mataporquera. Puede que sea este hecho una muestra del progresivo abandono de la juventud que sufre a diario la provincia leonesa.
Puede que aquellos niños de León que ponían piedras en los viejos raíles del viejo Hullero haciendo enloquecer a Chuchi, el maquinista en el viaje de Aparicio, y de los que el escritor advertía que acabarían trasladándose a Bilbao cuando su alma se volviese comedida y disciplinada, hayan escuchado sus palabras y, haciéndole caso, puede que ya se hayan ido a vivir allí.

A pocos kilómetros de las vías, en la localidad cántabra de Reinosa, nace el río Ebro, que ahora va acompañando al HulleroEn otro de los viajes por el mismo recorrido, una pareja de León hablaba precisamente de su mudanza a tierras vascas. La mujer se llamaba Delfina y era de Folgoso de la Ribera, en el Bierzo; con 17 años se había ido a vivir a Bilbao. José era el pasajero que señalaba lo ‘guarro’ que era Mataporquera. Había nacido en Lugueros, pero le habían llevado obligado a la capital vizcaína.

– En León, no había ni hay nada – decía con semblante de comprensión. Esa que al principio, cuando se trata de obligaciones, es difícil encontrar y que sólo a veces llega de la mano del tiempo.

José contaba en aquel trayecto que llevaba viajando por las vías del Hullero desde hacía casi sesenta años.

– En este tren pasan cosas muy graciosas – comentaba el de Lugueros. – Una vez vi a uno que llevaba un sofá – se quedó callado mirando atentamente con los ojos muy abiertos, esperando algún tipo de reacción. – ¡Un sofá! Se subió con él en Mataporquera y se bajó en Reinosa – finalizó la historia con una risa casi inaudible. Delfina se reía con él.
– ¡Sí! Yo me acuerdo de que cuando pasábamos por un túnel teníamos que cerrar las ventanas para que no entrase vapor – añadía la mujer.
– Había una señora que se subía todos los días al tren en Mataporquera para vender rifas – José seguía demostrando las muchas anécdotas que podría contar de sus viajes en el Hullero.

Aparicio se encontraba en su trayecto con la mujer de la que hablaba José. Se llamaba Domitila y, durante el viaje del escritor, se subía en Soncillo, una de las paradas en la provincia de Burgos, y bajaba en Arija, un poco más adelante. Vendía entonces algunas tiras para rifar caramelos, chicles o almendras. En este Hullero, los pasajeros ni siquiera pueden imaginarse que ocurra algo así. Ya no quedan Domitilas por estas vías. Ni tiras para rifar chucherías o cualquier dulce o fruto seco. Claro que tampoco habría en este tren muchas personas que las comprasen.

En ese momento, las voces de los dos únicos pasajeros que quedan en el interior resuenan por las paredes del Hullero. La mujer habla alto y los dos parecen divertirse.

– Menos mal que voy contigo, hijo – se le oye decir a la señora. – Esto tarda muchísimo.

El Hullero tampoco para en Las Rozas. A partir de esta zona, ya no hay minas de aquellas que rellenaban las arcas del viejo tren. Todas se han quedado atrás, en León y Palencia. Queda poco para atravesar la frontera con la provincia de Burgos.

El ferrocarril se acerca al embalse de Arija. Atraviesa un imponente puente, conocido como el Puente del Tren de la Robla, por encima de las aguas del Ebro. Es el puente más largo de todo el recorrido y fue derrumbado durante la Guerra Civil por el bando republicano. Hoy se encuentra completamente reconstruido. El Hullero avanza sobre él; la oscuridad incipiente del exterior impide apreciar la totalidad del embalse y hay que recurrir a la memoria de otros viajes para hacerlo.

– ¡Pero si no hay agua! – decía sorprendido José, el de Lugueros, cuando la claridad del cielo dejaba a los pasajeros admirar su inmensidad. La sequía veraniega había provocado una abrumadora escasez de agua y el embalse del Ebro se encontraba entonces bajo mínimos.

El tren sigue hacia la próxima parada, que se encuentra cerca del puente. Reduce su velocidad una vez lo atraviesa. Se vuelven a escuchar las voces de los dos únicos pasajeros.

– La próxima es Arija porque acabamos de cruzar el embalse – explica el hombre a la señora. Él es más joven y parece que son madre e hijo.
– Subisteis en Mataporquera, ¿verdad?
– Sí – responden al mismo tiempo.
– ¿Hacia dónde vais?
– Uff… Vamos hasta Bilbao – mientras contesta, la señora arquea las cejas y mueve la mano arriba y abajo con gesto de cansancio.

Resulta que son tía y sobrino. Ella se llama Mari Ángeles y él es Alberto.

– Somos de Aguilar – dice Alberto.
– ¿Aguilar de Campoo?
– Sí, sí – Mari Ángeles habla efusiva. Gesticula mucho.
– Normalmente, vamos en coche desde Aguilar hasta Bilbao, pero hoy hemos tenido que coger el tren – aclara el sobrino. Un familiar les ha llevado hasta Mataporquera y allí se han subido al Hullero en dirección a País Vasco.
– ¿No hay otra manera de ir de un sitio a otro?
– Si la hay, yo no me he enterao’ – Mari Ángeles responde rápido. – Y gracias a Dios que está este tren, que si no… – no termina la frase y Alberto toma la palabra de nuevo.
– Para volver, a veces, nos suben a un autobús en Balmaseda y nos llevan a Mataporquera; luego, allí, ya cogemos el tren para ir hasta Aguilar – continúa dando explicaciones y es difícil seguir el hilo de lo que dice Alberto. Resulta toda una odisea viajar de un lugar a otro si no es a través de un coche.

De pronto, se escucha otra vez la voz mecanizada que avisa las paradas. Aunque la siguiente ya es Arija, la máquina advierte la de Las Rozas. Tía y sobrino se ríen de la equivocación. Estar con ellos es casi un alivio; son la certeza de que, al menos, dos personas parecen disfrutar de este recorrido. Al llegar a la estación de Arija, tampoco se produce ningún movimiento de pasajeros. El tren continúa junto al embalse y pueden verse árboles completamente disfrazados de un otoño rojizo a su alrededor. Mari Ángeles y Alberto observan lo que pueden del paisaje mientras hablan de cómo era el Hullero cuando eran más jóvenes.

– Yo me acuerdo de cuando los vagones eran de madera – comenta él.
– Sí, claro – confirma su tía. – Antes el tren transportaba carbón y se cocinaba dentro y todo. 
– ¿Hace cuántos años hacéis el trayecto?

Por la zona de Arija, el Hullero cruza el embalse del Ebro por el Puente del tren de La Robla, que fue derrumbado durante la Guerra CivilNo responden y, en ese momento, Mari Ángeles rompe a reír y su risa estruendosa contagia a todo el que esté cerca. De lejos, varias filas hacia delante, el interventor levanta la vista de su libro para dirigirla hacia donde están sentados la tía y el sobrino. La mujer se percata y, al mismo tiempo, también risueño, su sobrino coloca el dedo índice delante de su mascarilla para mandarle callar.

– No te preocupes, si son todos muy majos – lo dice calmada y amable. No deja de divertirse. Cuenta con esa potestad que otorga la edad para hacer y decir lo que le venga en gana y a Alberto no le puede resultar más divertido. – Los jovencitos esos están aprendiendo – se refiere a los que van con el conductor. – Son todos un cielo.

Continúan con su conversación y apenas se les puede entender debido a que, después de cada frase, alguno de los dos o los dos a la vez sueltan una carcajada. El interventor se levanta y se introduce en la cabina. Permanece dentro unos segundos y vuelve a salir. Se sienta junto a sus cosas mientras intercambia unas palabras con uno de los jóvenes que están de prácticas.

El Hullero sigue su marcha por las viejas vías. La voz mecanizada avisa correctamente la próxima parada: Cabañas de Virtus. Mari Ángeles imita la voz mientras Alberto le mira.

– La zona de Palencia es preciosa en este viaje – opina él. Su tía, sentada en diagonal, le agarra la pierna para captar su atención.
– Preciosa – dice ella y se le nota triste por primera vez, – pero está todo muertísimo.
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