¿Próxima parada? (3/10). 'Estaciones donde no pasa nada'

Continúa el emotivo viaje de diez entregas por la ruta que desde el siglo XIX transportaba en tren mercancías y pasajeros desde las cuencas mineras de León hasta los Altos Hornos de Vizcaya y ahora agoniza en el olvido

Camino Díez Llamazares
23/10/2022
 Actualizado a 23/10/2022
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Al llegar a Cistierna, se abren las puertas y bajan un par de pasajeros. Una nueva maquinista accede directamente a la cabina mientras el anterior sale. Es una mujer joven y se saluda con la interventora al cruzarse ya dentro del Hullero. Aparece de nuevo el jefe de estación, vestido con el traje y la gorra a merced del protocolo. Quedan dos viajeros en el interior del tren: uno ha subido en Cistierna, la otra se levanta para estirar las piernas.

La interventora camina por el pasillo entre los asientos y observa. Quiere tener controlados a los pasajeros. No le será difícil. Suena un leve pitido y la máquina arranca. Al salir del pueblo, queda a un lado uno de los almacenes de la Sociedad Cooperativa Cea-Esla. El tren avanza hacia Sorriba y allí baja uno de los pasajeros; el que había subido en Cistierna. Sólo queda una mujer dentro. Es la señora que antes hablaba por teléfono. Más bien, la que lo intentaba.

Las explosiones de canteras derribaron los muros del castillo de Guardo y sus piedras se utilizaron para construir las vías del HulleroDurante el viaje de Aparicio, llegaba a Cistierna un ramal construido para transportar a las centrales térmicas de La Robla y de Guardo el carbón extraído en Sabero. En ese momento, se trataba del principal productor de hulla en la zona que cubría la línea. Después de varios años, la sociedad ‘Hulleras de Sabero y Anexas’ establecía una vía para conducir la producción desde el antiguo complejo industrial de Vegamediana hasta la estación de Cistierna, cuando el Hullero estaba todavía en proceso de construcción.

El transporte de hulla desde Sabero corría a cargo de las famosas locomotoras de vapor durante el trayecto del escritor. Las explotaciones mineras de La Herrera, Olleros y Sahelices también se enlazaban con las instalaciones centrales de Vegamediana, donde se situaban oficinas, talleres y muelles de descarga del ferrocarril. Desde allí, toda la producción llegaba hasta la línea del Hullero en Cistierna.

La máquina sigue hacia delante y la interventora va hacia la cabina. La puerta, de nuevo, se abre y se cierra con el vaivén del tren.

– ¿Qué tal? –se cierra y se vuelve a abrir.
– Bien, pero… –las voces de las dos ferroviarias se escuchan interrumpidas por el movimiento de la puerta.

El Hullero se va acercando a la próxima parada, Valle de las Casas, mientras deja a la izquierda la montaña de Riaño. El silbido oportuno avisa de la llegada a la nueva estación. Allí no hay movimiento. Unos segundos después, se reanuda rápidamente la marcha.

Hasta las vías del Hullero en Cistierna llegaba la producción de Sabero, La Herrera, Olleros y Sahelices a través de dos ramalesLa maquinista de ahora trabaja de forma diferente al anterior. Esta es rápida, parece tener prisa. Es consciente de la falta de pasajeros y no espera muchos nuevos para las siguientes estaciones, así que realiza paradas cortas que apenas alcanzan el minuto.

El anterior conductor iba más calmado y no encontraba impedimento en salir del tren en La Vecilla para hablar con quienes estuvieran en la estación. Puede que la diferencia entre ambos refleje en cierta manera la línea divisoria entre generaciones. Puede que sea un reflejo del método lento y tranquilo de la persona mayor frente al curso veloz de la vida de un joven. Una muestra más de la distancia entre lo que fue el Hullero y lo que es ahora.

Cuando la máquina sale de Valle de las Casas, llama la atención un árbol, con un tamaño mayor que los que le rodean. Está completamente desnudo y contrasta sobremanera con el paisaje amarillento y la vegetación de su derredor. Como si por mucho que el clima le acompañara, ese gran árbol no pudiera nunca volver a florecer.

A la derecha, puede verse un puente que será atravesado por el tren para llegar hasta la zona de la Guzpeña. Una vez lo cruza, la máquina avanza hasta la estación de Llama de la Guzpeña. De nuevo, no hay movimiento. La maquinista pone el vehículo en marcha segundos después. Por este tramo, los colores otoñales del paisaje acaban convirtiéndose en un verde infinito. Los árboles caen inclinados sobre las paredes montañosas y ponen la guinda a la escena, que no puede ser más bucólica.

Las vistas se funden en negro al entrar en un túnel. Al salir, el tren estaciona, pero no abre sus puertas en Prado de la Guzpeña. Muy pocos segundos de espera y la conductora se pone en marcha otra vez. La máquina avanza hasta Cerezal de la Guzpeña y en la parada ocurre lo mismo. Se alza sobre sobre uno de los pueblos la parroquia de El Salvador. El ferrocarril sigue el recorrido al tiempo que la voz mecanizada anuncia la próxima parada: Puente Almuhey.

La nueva estación fue la única situada originalmente entre Cistierna y Guardo, el primer pueblo de Palencia en este recorrido. Puente Almuhey se acaba por consolidar como lo que hoy se considera una localidad al tiempo que el ferrocarril de La Robla comienza definitivamente a funcionar a finales del siglo XIX.

Puente Almuhey se acaba por consolidar como localidad al tiempo que el Hullero comienza a funcionar en el siglo XIXCuando la máquina se acerca, no se ve el puente. Un perro corre en la misma dirección persiguiendo al vehículo bajo la atenta mirada de su dueño. El Hullero se queda quieto al llegar a la estación, como esperando algún movimiento que ni en el interior ni en el exterior se llega a producir. Todo permanece estático.

Sólo quedan dos paradas para salir de la provincia. La próxima es Valcuende. Al lado derecho de la vía, se ve un rebaño que poco a poco limpia la maleza de los campos leoneses. Hasta ahora, los carteles de las estaciones avisaban de la dirección de Bilbao y la de León. En Valcuende sucede igual. Tampoco hay movimiento.

Se reanuda la marcha en dirección a La Espina. El tren reduce la velocidad hasta casi quedar parado antes de llegar a la estación. La máquina se encuentra en el punto más alto del recorrido, a más de 1150 metros de altitud. Aparecen a la izquierda unas ruinas de lo que podría haber sido un cementerio. Al parar, no se abren las puertas. Se oye un pitido, el Hullero se mantiene unos segundos y vuelve a la carga. Como si nada, sale de la provincia para entrar en Palencia.

La interventora se acerca a hablar con la solitaria pasajera de vez en cuando. Ella está sentada de piernas cruzadas y se entretiene con las vistas y las palabras de la ferroviaria. Se llama Aurora y baja en Vado Cervera.

– Conozco este tren desde pequeña –explica–. Hago este trayecto desde hace unos cuarenta años.

Es de León pero vive en Cervera y confiesa que el Hullero es el único medio de transporte desde un lugar a otro. Se acuerda de aquel tren con bancos de madera y ventanas que se abrían y cerraban a gusto del viajero, donde se hacían comidas cuando las horas así lo exigían. Aurora era pequeña e iba acompañada de su familia. Hoy viaja sola.

– ¿Cuánto queda hasta Cervera?
– Menos de una hora. Desde León son tres horas y media más o menos –aclara sonriente.

No parece tener más de cincuenta años. El Hullero debe de haber acompañado a Aurora toda su vida si es que hace este trayecto habitualmente.

– Ya habrás escuchado que este tren antes parecía sacado de una película del Viejo Oeste –dice, de nuevo con gesto risueño.

Aparicio escribía del interior del vehículo que «podría ser la réplica de algún decorado de Hollywood» en referencia al vagón de primera. En esa máquina, había butacones azules con respaldos rematados de adornos dorados y cortinas de cuadros verdes. Hoy no hay vagones de primera ni butacas de madera donde sentarse.

No queda mucho para llegar a la parada de Aurora. Si no sube nadie hasta entonces, el tren se quedará completamente vacío. Son algo más de las cuatro y media y van más de tres horas de viaje. Quedan por delante cuatro provincias que recorrer aún y el cansancio se nota en el ambiente. Todo está silencioso y el ruido del tren mece a quien está en su interior como si fuera una cuna. Es difícil mantener los ojos abiertos.

– ¿Cuál es ese pico? –la Montaña Palentina se va echando encima a medida que la máquina se acerca a la próxima parada.
– Yo creo que es el Espigüete –la interventora responde rápido. Se queda dudando unos instantes y retoma la palabra: – Hay un maquinista que conoce todos los picos y, si estuviera él, lo sabríamos seguro; siempre va diciendo «este es tal, este es cual». –mira por la ventana mientras piensa en silencio– Peñacorada ya la hemos pasado así que tiene que ser el Espigüete –dice para terminar.

La peña Espigüete está a unos veinticinco kilómetros al norte de la vía, pero es uno de los picos más altos de toda la zona y no es de extrañar que cumpla el papel protagonista en esta escena ferroviaria. La interventora vuelve a la cabina junto a la conductora. La máquina atraviesa Guardo. Las explosiones de unas canteras cercanas provocaron el derrumbamiento de los muros de su castillo a finales del siglo XIX y sus piedras fueron utilizadas para construir las vías del Hullero por esa época.

Un centro de reciclado de neumáticos queda a la derecha del tren, que avanza entre fábricas y almacenes hasta llegar a una parte residencial. Una curva pronunciada a la derecha da paso a la estación por fin. Junto a ella se encuentran los restos de una de las explotaciones de la controvertida Unión Minera del Norte, cuyos bienes fueron subastados para recaudar la multimillonaria deuda de la empresa.

La máquina para y sus puertas permanecen cerradas. Dos señores esperan. Viste cada uno una camisa de cuadros y van cargados con bolsas de plástico. Hablan mientras se apoyan en la barandilla. Cuando el tren silba avisando la salida, los dos hombres permanecen como están e intercambian palabras tranquilamente al tiempo que el Hullero abandona Guardo. Otra estación en la que no pasa nada.
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