¿Próxima parada? (2/10): 'Llegando a Cistierna'

Continúa el emotivo viaje de diez entregas por la ruta que desde el siglo XIX transportaba en tren mercancías y pasajeros desde las cuencas mineras de León hasta los Altos Hornos de Vizcaya y ahora agoniza en el olvido

Camino Díez Llamazares
16/10/2022
 Actualizado a 16/10/2022
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La estación de Matallana fue antiguamente una parada más de las que hacía el Hullero desde La Robla hasta Bilbao, cuando el tren todavía no llegaba a León. Incluso las acciones de la constructora y operadora de la línea, antes de que Feve se hiciese cargo de ella, se conocían vulgarmente como ‘las roblas’. La empresa respondía al nombre de ‘Sociedad del Ferrocarril de La Robla a Balmaseda’ y en 1905 pasaba a denominarse ‘Ferrocarriles de La Robla’.

Chuchi, maquinista y uno de los grandes protagonistas de ‘El Transcantábrico’ de Aparicio, decía que el ramal de León a Matallana había sido construido con el dinero del Banco de Bilbao y el de Vizcaya. La estación de ferrocarril de la capital recibe precisamente el nombre ‘León-Matallana’. Como muchas, fue erigida únicamente para el transporte de pasajeros que recorrían la famosa vía. Desde Matallana, las mercancías iban a La Robla y los viajeros iban a León. La reconversión de la industria y el declive de la minería trajeron consigo la clausura de algunos de los tramos. Hoy el vehículo ya no llega ni sale de La Robla.

La diferencia en el itinerario que realizaba el tren en el que hace cuarenta años se subía Aparicio respecto del actual da cuenta de cuánto han cambiado las cosas desde entonces. De la misma forma, sorprende la figura del jefe de estación en Matallana: un joven con deportivas, vaqueros y camiseta de rayas azules y blancas. Eso sí, no olvida su silbato ni su banderín; como tampoco olvida la gorra de jefe de estación, negra en la visera y roja en la parte que cubre la cabeza. Su atuendo moderno, acompañado de accesorios tan vetustos, transporta al que se fija a un estado de incomprensión. Como si el lenguaje del pasado fuese incorrectamente traducido al idioma de la modernidad.

El Hullero avanza cuesta arriba en dirección a La Vecilla. Antes pasaba por La Valcueva, donde confluían dos ramales, el de la mina de La Carmonda y el de La Valenciana, que ya se encontraban en desuso durante el viaje de Aparicio. Las dos minas contaban con un pequeño ferrocarril que transportaba su carbón hasta las vías del Hullero. De ellas, sólo quedan sus ruinas.

Apenas hay pasajeros. Varios han bajado en Matallana y ahora hacen un total de ocho. Tampoco hay interventor. Se oye un chillido que parece más fuerte en la parte trasera del tren. Hay una curva pronunciada a la derecha que desvela un paisaje algo distinto del que hasta ahora se podía apreciar. Los árboles son más altos y la zona va adquiriendo un carácter más montañoso. Da la sensación de que a estos lugares nunca ha llegado la civilización. Ya ha quedado atrás el río Torío.

El ferrocarril pasa Campohermoso, donde se ven varias casas magulladas por el abandono que trae el pasar de los años. Nos acercamos a La Vecilla y el Hullero pita. Al parar, bajan cuatro personas. Un hombre se acerca a la cabina del maquinista. Lleva traje, pero no usa silbato ni gorra, así que es fácil descartar que sea el jefe de estación. Puede que en La Vecilla ya no exista ese puesto. Hablan unos minutos y, poco después, el conductor sale de la cabina y baja del tren. Las puertas se cierran y los pasajeros restantes se quedan en el interior.

La chica joven que en León esperaba el autobús para ir a la estación de la universidad se llama Lucía. El resto de viajeros aprovechan para bajarse la mascarilla, pero ella la mantiene perfectamente colocada. Mira curiosa por la ventana y espera paciente. Se nota que hace el trayecto habitualmente. Posiblemente, ocurra lo mismo con todos los pasajeros que hay en el tren.

– Voy a Boñar – dice.
– ¿Vas y vienes todos los días?
– No, no – niega con gesto contundente, como dejando ver que eso sería una especie de locura – Estoy estudiando unas oposiciones y voy a León una vez a la semana para hacer el repaso general.
– ¿Eres de Boñar?
– Sí, nací y estudié allí – explica. Aclara que el tren suele estar parado en La Vecilla unos diez minutos.
– Es cosa de los últimos meses, antes no se quedaba aquí tanto tiempo.

Mientras habla, se abren de nuevo las puertas. El conductor sube y se introduce en la cabina de la máquina. Suelta un pitido y arranca. La voz que advierte las estaciones se escucha por todo el tren.

– Próxima parada: Boñar.

Lucía vuelve a dirigir su mirada al paisaje. Dos filas de asientos más adelante hay un hombre sentado que mira su móvil. Es el señor que cargaba con dos maletas en León. Permanece en silencio y alterna su atención entre la pantalla y la ventanilla junto a la que está sentado. Al fondo del vehículo, un chico ocupa dos butacas: una de la última fila en la que descansa su cuerpo y otra frente a él en la que deja reposar su mochila y su chaqueta. Lleva colgando de sus oídos unos auriculares.

– ¿Hacia dónde vas?
– ¿Perdón? – su rostro es de extrañeza y, aunque parece que no escucha la pregunta, rápidamente responde – Voy hasta Cistierna.

Después de contestar, se coloca de nuevo los auriculares y deja claro que no tiene muchas ganas de hablar. O quizá le apasione lo que sea que esté escuchando. En la parte delantera, una mujer habla por teléfono. La poca cobertura disponible en el interior del tren provoca que la señora no pueda hablar fluidamente. De cuando en cuando, su voz invade la máquina al subir el volumen en un intento desesperado por que la persona del otro lado del teléfono la escuche.

El hombre sentado delante de Lucía guarda su móvil y echa un vistazo al interior del tren. Lleva la mascarilla por debajo de la nariz y utiliza gafas. Unos vaqueros oscuros y una camiseta blanca completan su vestimenta.

– ¿Cómo se llama?
– Soy Eloy – se sorprende por el interés y sonríe.
– ¿Es usted de por aquí? – el ruido de la máquina es repentinamente más fuerte y dificulta escuchar la respuesta de Eloy.
– Bueno, vivo en Argentina – por fin se le escucha.

Su voz es muy suave, apenas se le puede oír con el traqueteo del tren y la mascarilla no ayuda. Dice que va a Cistierna y que suele ir una vez al año en el mismo trayecto para ver a su familia. Lleva un collar que se esconde bajo su camiseta y sólo se asoma por la parte trasera de su cuello a medida que gesticula mientras habla.

– Hace dos años que no vengo por todo lo de la pandemia.

Aclara que el Hullero es el medio de transporte más oportuno para viajar de León a Cistierna y al revés. Es nieto de españoles; sus padres emigraron a Argentina a causa de la Guerra Civil y, desde entonces, se sube a este tren cada vez que viene a España para visitar a sus abuelos. Habla de su tía con nostalgia.

– Nació en el 19 y murió hace un par de años, pero ella sabía todo de este tren.

Explica que alguna vez ha llegado por el mismo recorrido hasta Bilbao y que conoce a gente de País Vasco que suele venir a la zona de Boñar de vacaciones. En ‘El Transcantábrico’, Chuchi le explicaba algo parecido a Aparicio. Decía que muchos asturianos tenían La Vecilla y sus alrededores como destino vacacional.

Durante el viaje del escritor, en La Vecilla esperaban soldados, montañeros y algunas familias con niños. En esta travesía, sin embargo, nadie espera en la estación. Puede que sea por tratarse del trayecto inverso, aunque las circunstancias y el recorrido ya realizado hacen pensar que aquel Hullero de Aparicio no tiene mucho que ver con el de hoy. Aquel tren que llevaba y traía  pasajeros cada día de un lugar a otro poco se parece al vehículo que ahora traslada a cuatro personas.

Eloy se levanta cuando el ferrocarril se acerca a Boñar. Cree que se trata de la parada de Cistierna.

– Esto es Boñar.
– Es verdad, menos mal – responde aliviado mientras posa sus cosas de nuevo en el asiento.

Lucía se despide y baja en la estación. Una nueva interventora aparece en escena a pesar de que el anterior hubiese advertido que no habría uno nuevo hasta llegar a Cistierna. El tren se queda aún más vacío.

A unos veinte kilómetros del pueblo, hacia el norte, se encuentra el embalse del río Porma, al que se llega por la carretera LE-311 que ha ido acompañando hasta ahora al Hullero. Bajo él, varios pueblos yacen hundidos junto a su historia fruto de una de las grandes obras hidráulicas que en el siglo pasado modificaron la geografía de la provincia leonesa y de tantas otras.

Hasta la parada del argentino todavía queda pasar por la estación de La Ercina. Eloy continúa hablando.

– Antes, hace veinte años, el servicio era mejor que ahora – lo dice con la boca pequeña, como si pudiese ofender a alguien.

Opina que los vehículos están en mal estado y que hay maquinistas que se demoran demasiado en algunas paradas. Pone de ejemplo la de La Vecilla. Mientras tanto, la interventora entra en la cabina junto al conductor.

Un nuevo pitido avisa de la llegada a la estación de La Ercina. Nadie espera y nadie baja. El tren y sus viajeros permanecen estáticos un par de minutos. Reanuda la marcha al tiempo que la voz avisa de la próxima parada. Hasta Cistierna, quedan alrededor de diez minutos.

Eloy protesta por la dificultad para adquirir la nacionalidad española. Repite varias veces lo mucho que le gustaría irse de Argentina por su situación política. Habla desganado y parece convencido de que su nacionalidad no cambiará en un futuro cercano.

El Hullero se va acercando a Cistierna. La montaña de Riaño se echa encima del vehículo y el paisaje cambia a uno más abrupto. El camino es estrecho y la velocidad se reduce. Los árboles que rodean la vía dejan ver a veces el valle a su derecha. El tren atraviesa un pequeño túnel y, de pronto, puede verse el río Esla. Su agua irá a parar al embalse, al otro lado de la montaña, donde otros tantos pueblos permanecen hundidos. La máquina atraviesa un puente y da paso a una curva. Al fondo, ya se ve la estación de Cistierna y Eloy se despide dispuesto a bajar.
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