¿Próxima parada? (1/10): 'De León a Matallana'

Arranca un emotivo viaje de diez entregas por la ruta que desde el siglo XIX transportaba en tren mercancías y pasajeros desde las cuencas mineras de León hasta los Altos Hornos de Vizcaya y ahora agoniza en el olvido

Camino Díez Llamazares
09/10/2022
 Actualizado a 09/10/2022
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Más de cuarenta años han pasado desde que Juan Pedro Aparicio cogiera el tren que tiempo después protagonizaría uno de sus más icónicos libros: ‘El Transcantábrico’. El autor viajaba de Bilbao a León por la misma ruta ferroviaria que desde el siglo XIX transportaba mercancías y pasajeros desde las cuencas carboníferas de León y Palencia hasta los Altos Hornos de Vizcaya en Luchana. Hoy espera el recorrido contrario por las vías del Hullero, el que fue el tren de vía estrecha más largo de Europa Occidental durante casi un siglo.

Esculturas como una grúa y un reloj de agua y versos de Antonio Gamoneda sobre el Hullero conforman el ‘Paseo de los Poetas’ o ‘Jardín Poético’ de León junto a su estación de ferrocarril. En la fachada principal del edificio que data de 1923 se encuentran dos escudos: el de León y el de Vizcaya. En la fachada lateral puede verse el nombre de la ciudad escrito en letras negras sobre azulejos amarillos.

Dentro, cuatro paredes acogen a los pasajeros que acuden a ventanilla para conseguir sus billetes. Hay un reloj de madera que parece antiguo; entre las horas, puede apreciarse el nombre de la compañía Feve, que desde 1972 se hace cargo de la línea del Hullero. Dos columnas negras sujetan el techo de la pequeña estación. Una señora espera a que el taquillero deje de hablar por teléfono. Aguarda paciente mientras mira su móvil. Al tiempo, aparece otra señora. El taquillero se da cuenta de que se va formando cola y se apresura a colgar. La primera señora se acerca.

– Te tienen agobiado –le dice risueña.

Él responde con una sonrisa y procede a atenderla. La señora quiere sacarse el bono de transporte que le servirá para viajar gratuitamente hasta el 31 de diciembre. Rápidamente, el taquillero la despacha y se dirige a la segunda.

– ¿Qué quería usted?
– También quiero sacar el bono, pero mi trayecto es de León a San Feliz.

El del mostrador asiente y le pide el documento de identificación. Con la misma rapidez, resuelve la petición de la segunda mujer. Las dos abandonan el edificio.

– Uno para Bilbao. El del tren de La Robla.
– ¿No quieres sacarte el bono? –pregunta desde detrás de la ventanilla– Pagas 20 € y luego puedes viajar gratis hasta enero.

En la estación sólo se puede pagar con efectivo. Pepín trabaja allí desde hace 39 años. Dice que estuvo un tiempo trabajando en el tren y que solía hacía el trayecto hasta Arija. Sólo viajó una vez desde León a Bilbao.

– ¿Suele ir alguien hasta Bilbao?
– Hoy no va nadie. Sobre todo, van a Cistierna o por ahí.

Pepín presenta un gesto socarrón. Es agradable y campechano y habla con una voz ligeramente aguda que le hace parecer más joven. Lleva el uniforme de la compañía: un traje grisáceo con camisa azul y corbata morada de puntos blanquecinos. Explica que desde hace tiempo el tren no sale de esa estación porque esta se encuentra en obras y que hay que coger un autobús en Suero de Quiñones para llegar a la de la Asunción, en la zona universitaria.

– ¿A qué hora llega el autobús?
– A las 13:45 se pone en marcha para llevar a los pasajeros al tren. –aclara Pepín.

– ¿Y será posible hablar con el maquinista?
– No sé decirte. De mi generación, pocos quedan ya. Si están Miguel Ángel o Jesús Rafael, les dices que vas de mi parte.

Pepín se despide al tiempo que aparece en el interior del edificio un señor hablando por teléfono. Sin saludar, abre la puerta de las oficinas y entra. Anda con prisa. La estación no queda lejos de la parada de autobús. Allí, junto a un cartel que avisa ‘parada autobús Renfe’, esperan varias personas: una chica joven, una pareja de ancianos, una señora, un señor, una mujer y la que parece su hija. La mujer pregunta la hora mientras hurga en su bolso.

– Y 39 –responde la hija.

La madre saca un cigarro y lo prende. Dos minutos después, aparece el autobús. Tres señoras se acercan. Son varios los que se ponen la mascarilla dispuestos a subirse al vehículo en dirección a la estación de la universidad. El conductor espera la hora exacta y cierra las puertas. En ese momento, entra en escena un nuevo pasajero. En cada mano, lleva una maleta y una gorra negra cubre su cabeza. Las puertas se abren para dejarle pasar.

– ¿Hay que pagar acá? –pregunta el nuevo viajero. Su acento deja ver que no es de la ciudad.
– No –responde alguien.

Nadie ha enseñado su billete al subir al autobús. Una vez arranca, el señor tiene problemas con sus dos maletas, que se mueven de un lado a otro con cada giro del vehículo. Una señora le recomienda atarlas.

– Eso es pa’atar el equipaje. Como los chismes de los coches –lo dice mientras señala uno de los cinturones.

El hombre le hace caso y ata la maleta grande. Después, se sienta tranquilo mientras agarra la segunda maleta. Mira su móvil y se quita la gorra. El autobús sigue su marcha y llega a la estación a las 14:00. Esperan ahí dos trenes. Como por inercia, los pasajeros se acercan al del andén izquierdo, donde ya hay algunas personas sentadas.

– ¿Este para dónde va?
– Para Boñar y así –responde una chica.
– Sí. Hace parada en estaciones, pero no en apeaderos –dice la mujer que la acompaña. Una señora machucha, sentada en los asientos del lado derecho, hace un gesto afirmativo.
– ¿Pero luego tira hacia Bilbao?
– Sí, sí –aclaran las tres al unísono.

Menos de 20 personas ocupan distintos espacios del tren, que poco tiene que ver con el que antaño cogía Aparicio para realizar el trayecto inverso. La máquina es de color blanco, con detalles azules y amarillos. De número, lleva el 2706. Tiene dos filas de cuatro asientos enfrentados. El tapiz de los mismos es de color granate. Se oye un pitido y el tren arranca. La mujer entrada en años hace el recorrido todos los días hasta la estación de Matallana. Lleva gafas y viste jersey rojo, pantalón negro y zapatillas deportivas oscuras.

– Ando mal de la voz; pero si yo hablara, podrías escribir un libro –insiste con apariencia molesta. Se queja de que el tren no para en todas las estaciones de León– A partir de Mataporquera, hace paradas en todos los sitios. Es dónde hay dinero.
– Será porque por ahí hay más gente.
– Sí, claro. Y si aquí los horarios fuesen más asequibles, también habría más gente –protesta.

No cesa en su perorata a pesar de su aflicción y, de pronto, el tren pita para avisar de la llegada a San Feliz. La jefa de estación, con traje negro y gorra roja, habla con el maquinista. Varias señoras bajan del tren. Tras un agudo silbido, la máquina vuelve a arrancar.

– Lo de los autobuses deja mucho que desear. Eso de las obras nadie se lo traga. Aquí alguien chupa –la mujer mantiene su descontento.

El interventor se acerca para revisar los billetes. Tiene gesto alegre. Dice que baja en Matallana y que hasta Cistierna el tren solo lleva maquinista y pasajeros. Sigue con su labor y cobra el recorrido a quienes no habían pagado en la estación de León. Dentro de la máquina también se paga en efectivo. Al terminar, vuelve sobre sus pasos y se introduce en la cabina del maquinista.

El tren avanza hacia el norte junto a la carretera LE-311. La puerta de la cabina se abre y cierra con el balanceo del tren. Está estropeada. Desde la ventanilla, pueden verse vacas y ovejas que pacen en los campos leoneses. Al fondo, se atisban ya los picos pedregosos de la Montaña de Riaño.

La señora espera en silencio la llegada a la próxima estación. La máquina sigue avanzando y alejándose de la ciudad. Reduce la velocidad para atravesar un puente de hierro mientras gira a la derecha. Está llegando a Matallana y así lo advierte con un silbido corto. El tren para y bajan varias personas. La señora y el interventor se despiden y desean un buen viaje a los pasajeros. Se reanuda la marcha con un nuevo pitido y, segundos después, una voz mecanizada invade el interior del ferrocarril.

– Próxima parada: –la voz espera unos segundos– La Vecilla.
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