¿Próxima parada? (10/10): 'El lugar de la Concordia'

Finaliza el emotivo viaje de diez entregas por la ruta que desde el siglo XIX transportaba en tren mercancías y pasajeros desde las cuencas mineras de León hasta los Altos Hornos de Vizcaya y ahora agoniza en el olvido

Camino Díez Llamazares
11/12/2022
 Actualizado a 11/12/2022
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En menos de una hora, el Hullero recorre con sus vías toda la provincia de Vizcaya. A diferencia de aquellos tramos en los que el tren avanzaba con un interior completamente solitario, la máquina cuenta ahora con numerosos pasajeros. Realiza varias paradas por la provincia vasca y, en casi todas ellas, se produce algún movimiento.

De esta zona decía un pasajero que la máquina reducía mucho la velocidad por lo accidentado de su paisaje.

– La gente se bajaba en marcha para coger agua –comentaba.
– ¿Y cómo subían?
– En marcha también –reía, – iba tan lento que podían salir y entrar a sus anchas.

Sería un intento de suicidio bajar en marcha de esta máquina, que funciona como un hueso más del esqueleto que es la red de transportes de Vizcaya. Avanza a toda prisa para llevar de un lado a otro a sus pasajeros lo más rápido posible. No tiene otra función ni utilidad y su estética modernizada parece querer ocultar la historia del tren que antiguamente corría sobre sus vías.

El río Cadagua aparece y desaparece al tiempo que el Hullero continúa en su empeño por llegar a Bilbao. Es necesario recurrir a la memoria de otros viajes de nuevo para reconocer el tramo de la vía en que se encuentra. Cuando se acerca a Zorroza, las luces comienzan a invadir el paisaje y se ve a la derecha un nuevo flujo de agua. Es el río Nervión, que divide en varias partes la capital vizcaína.

– Ahí es donde van a construir los edificios esos que dicen que van a ser caros –se oye hablar a una pasajera que señala por la ventana.
– Sí, lo llaman ‘el Manhattan de Bilbao’ –responde alto su acompañante.

La ría presenta dos canales entre el barrio de Deusto y el paseo de Olabeaga y deja en el medio una plataforma que responde al nombre de Zorrozaure. Varias grúas se sitúan entre los escombros de edificios que están derruidos o a punto de derruir.

– Aunque oí hace poco que iban a parar las obras – dice la señora.

Los dos se sumergen en una conversación sobre el plan de urbanismo de la zona y el Hullero comienza a avanzar de manera subterránea. Las únicas luces que se ven ahora son las de las próximas estaciones. Algunos pasajeros bajan en Basurto y otros en Amézola. Pocos quedan cuando el Hullero llega a la estación de La Concordia, el final del recorrido. Han pasado aproximadamente ocho horas. El tren ha ido con algo de retraso.

Los pasajeros están listos para abandonar el interior del Hullero de una vez por todas. La mayoría no lleva más de dos horas aquí dentro y, sin embargo, hay quien regala algún que otro bostezo al observador. El tren reduce la velocidad hasta frenar y no tarda en abrir sus puertas. Una señora espera en el último peldaño de la escalera que lleva al recibidor de la estación.

– ¿Estás cansado? –la mujer saluda a un chico de no más de quince años. El chico lleva a sus espaldas una mochila que oculta buena parte de su figura.
– Un poco –le responde.

La Concordia, conocida también como la estación de Santander, se sitúa frente al Teatro Arriaga de Bilbao. Su nombre se debe a una reunión llevada a cabo a finales del siglo XIX, coincidiendo con el nacimiento del Hullero. Aquella reunión trajo como resultado un acuerdo entre las partes que provocó que la zona comenzase a ser conocida como un lugar de concordia.

La parte de arriba de La Concordia acoge en mitad de las vías la locomotora ARTOLA de 1890, que se presenta como un monumento a otra época  Dos años después fue construida la estación donde hoy finaliza este recorrido. Un espacio al que ahora llega gente de León, Palencia, Cantabria, Burgos y tantos otros pueblos; que acoge trenes de distintas zonas de la geografía española y se alza como un punto de encuentro y de paso para las personas de su alrededor. Una parada bautizada como la de ‘la Concordia’. Y ya lo decía Aparicio: «¡Qué nombre tan bonito para una estación!».

Su parte de arriba, en mitad de las vías, acoge la locomotora ARTOLA de 1890, que se presenta como un monumento a otra época. Como la pieza de colección del museo ferroviario que podría ser La Concordia. Al bajar, no se ve a nadie en el recibidor. La taquilla está cerrada y las luces apagadas.

La calle tampoco está muy llena. Es de noche y hace algo de frío. El cielo nuboso impide ver las estrellas, pero no llueve. Desde fuera, la estación presenta una fachada llamativa. Es de estilo modernista y llama la atención el empleo de cerámicas, cristalería y hierro forjado en ella. Delante de esta, un hombre observa la ría sentado en un banco. Y es que este punto resulta uno de los miradores más atractivos de la ciudad.

Ya no queda más trayecto que el paseo hasta casa, ya sea a pie o en coche. O en metro o en autobús. Ya no queda otra cosa que el recuerdo del viejo Hullero de algunos y la imaginación de otros para pensar en cómo serían aquellos viajes. Sólo queda la comparación entre lo que este tren fue y lo que es ahora. Del de antes, eso sí, quedan sus raíles, muchos de sus pasajeros y todas las estaciones por las que pasa, que permanecen casi idénticas.

Las estaciones del Hullero son lugares en los que sentarse a observar y ser consciente de la dual realidad que rodea a todo ser humano; del salto generacional entre ancianos y jóvenes y de la línea divisoria entre pueblos y ciudades. Son espacios poéticos en los que la vida y la muerte se reflejan en los aullidos de las máquinas que corren por las viejas vías. Paradas que permanecen ante el vaivén de vagones y pasajeros que progresan sobre raíles y que evolucionan de camino a la modernidad.

La estación de La Concordia debe su nombre a una reunión celebrada a finales del siglo XIX que trajo como resultado un acuerdo entre las partes  En las estaciones, se ven los cambios y el antes y el después. Se conectan dos universos: aquel del que se saca el carbón y ese otro donde va a parar. El universo en el que nacen algunos y al que se acaban por trasladar. Se ve la forma en que el Hullero avanza sujeto de la mano de la sociedad que lo habita. Sus vagones de madera son ahora coches modernos que se mueven rápido y aquellos niños que jugaban junto a sus vías son ahora adultos que trabajan en la gran ciudad.

Se ve cómo de distinta es una estación de vía estrecha de una de ancho métrico. Las segundas son edificios contemporáneos armonizados por el ruido constante que genera la multitud de personas que a ellas acuden. No es tan alto el ruido en las estaciones por las que pasa el Hullero. Normalmente, su protagonista es una quietud que en ocasiones llega a provocar una sensación tenue de desazón y soledad.

Todo en este viaje parece transportar al pasajero a un estado de enajenación en el que las historias de los acompañantes de Aparicio y las películas y canciones que a este tren se han dedicado invaden sus pensamientos. Le transportan, no sólo a su destino; también a una realidad antigua, sin vehículos privados ni aparatos tecnológicos modernos. Una realidad en la que priman las anécdotas y los habituales acompañantes de recorrido; en la que las personas se conocen por coincidir en un tren y no a través de alguna red social donde enseñar sus vidas.

El viaje ha terminado. El Hullero se retira hasta nuevo aviso. Mañana será otro día y la máquina volverá a la carga. Mañana nuevos pasajeros recorrerán las mismas vías para volver a su pueblo o a su ciudad y el tren avanzará entre bosques y páramos, rodeándose de naturaleza y sin causar a su paisaje demasiadas molestias. Mañana, de nuevo, el Hullero se pondrá en marcha al son de uno de sus característicos silbidos para avisar de su salida. Mañana, la máquina arrancará otra vez; aunque quizá pasado ya no.
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