Protesta en la ciudad menguante

Por Bruno Marcos

Bruno Marcos
14/11/2018
 Actualizado a 18/09/2019
El escritor Antonio Pereira en el Parador de Villafranca. | CÉSAR SÁNCHEZ (ICAL)
El escritor Antonio Pereira en el Parador de Villafranca. | CÉSAR SÁNCHEZ (ICAL)
Se oye estos días la convocatoria de una movilización reivindicativa por la mejora de nuestra ciudad con un lema loable que parece, no obstante, una ‘contradictio in terminis’: «Por el futuro de León». Inevitablemente pensar en nuestro futuro trae a la mente la fotografía ya sabida, ese retrato colectivo lamentable de una León capital de esa España menguante de la que hablara hace ya tiempo Julio Llamazares, fruto de la asimetría y el abandono, un lugar que se va reduciendo, un sitio menguante cuyo futuro parece ser indefectiblemente el pasado. Hay un cuento de Antonio Pereira titulado ‘La Protesta’ que ilustra maravillosamente nuestra decadencia haciéndola convivir con esa percepción que tenemos de ser muy aficionados a la literatura, incluso demasiado. Pereira dibuja en pocas páginas una ciudad sometida a otra que le va robando todas las cosas, una a una, llegando al punto de disponer el traslado, piedra a piedra, de su basílica a la capital autonómica.

Los habitantes de la menguante ciudad están acostumbrados a ir hacia abajo y a convivir con los disparates, con el absurdo político y administrativo hasta el extremo de contemplar con impavidez alejarse la estación de tren de sus casas hasta que un andén les pertenece mientras el otro es ya de la provincia limítrofe. Son, no se sabe por qué, empedernidos lectores, amantes de la literatura y tienen una biblioteca circulante de más de veinte mil libros que va de casa en casa. Se disponen a protestar por el expolio a pesar de que las movilizaciones les restarán horas de lectura. Las pintadas reivindicativas que realizan muestran una perfecta sintaxis y se hacen en zonas retiradas, en tapias de huertos a las afueras viéndose incapaces de embadurnar los nobles edificios artísticos del centro. Para ser más efectivos y competentes en su lucha se ponen a leer la ‘Numancia’ de Cervantes.

«Pero la pancarta principal se leía mal, –escribe Pereira con su delicioso humor– porque estaba escrita en letra gótica. La llevaban los notables como si fuera un mandil, cada uno la cogía con mucho respeto con los dedos de las manos puestos como pinzas. Hubiera estado mejor un poco de desgaire. Que alguno llevara gafas de vista cansada estaba bien, pero no los quince o los veinte de la cabecera. (…) Leíamos más que nunca. La verdad es que la basílica estaba ahí desde siempre, pero apenas habíamos tenido tiempo de visitarla. Ya lo dice el libro de ‘Proverbios’, se llora y se canta lo que se pierde».

Describe Pereira estupendamente un lugar que ha perdido el pulso del presente y que vive afantasmado en el mundo paralelo de la literatura. No sabe uno si este cuento es una crítica al absurdo político o la denuncia de un pueblo indolente, seguramente ambas cosas. Somos nosotros, qué duda cabe, fabulados: sin industria, sin trabajo, sin capacidad de reacción, apartados de la contemporaneidad, dando vueltas a una historia que acabamos por alterar convirtiéndola en superstición para turistas, superpoblados de escritores y lectores ensimismados en una literatura elegíaca y anticuada, no como Don Quijote siquiera, que al menos salió a vivirla, sino como Alonso Quijano que la soñaba en su alcoba.

Los habitantes del misteriosos rincón de España donde en lugar de vivir leían consiguen milagrosamente, en el relato de Pereira, que no se lleven su basílica y ellos mismos se ven raros metiendo la mano en la vida viva. Tal vez la renovada protesta traiga el fin de la ciudad menguante y con él nos sintamos también raramente vivos.
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