13/05/2022
 Actualizado a 13/05/2022
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La vida es ese camino en el que se van alternando momentos duros con momentos felices desde que nacemos hasta que morimos. Luego podemos adornar la definición con más retórica, pero en definitiva es eso y lo único que nos diferencia a unos y otros, es por un lado la cantidad de momentos duros que tengamos cada uno y por el otro, la longitud de ese «camino».

Curiosamente, como el ser humano es una especie terriblemente adaptativa, conforme los momentos son más duros, nuestra capacidad de buscar o inventar momentos felices es cada vez mayor. Que se lo digan a los civiles y militares de la acería de Mariupol que incluso ante la inminencia de la muerte, no pierden la capacidad de sonreír. Admirable.

A la sociedad, como si de un solo individuo se tratase, también le sucede algo parecido. Según la situación social o económica se va poniendo más cuesta arriba, la capacidad para buscar razones para ser felices y evadirse de los problemas es mayor, llegando a un punto de relativismo existencial colectivo verdaderamente preocupante, un hedonismo que desprecia los valores que nos distinguen del resto de animales, como el esfuerzo, la capacidad de sacrificio, el honor, la responsabilidad, la solidaridad…

Los mayores damnificados son nuestros jóvenes que, sin perspectiva de futuro, oportunidades laborales, ni proyecto vital, caen en un desánimo y buscan esa «felicidad» en momentos de ocio u ociosidad, sin plantearse por qué estamos como estamos y si hay alguien al que realmente le interese que esto sea así.

La política, como ese espejo en el que se ve reflejada la sociedad, no puede ir por otro camino y adolece del mismo problema. Tenemos responsables en las principales instituciones del estado que son víctimas y cómplices de esa pérdida de valores y virtudes. Por un lado, sufren de esa falta de pilares morales y por el otro, quieren hacer una sociedad a su imagen y semejanza que les siga permitiendo vivir del cuento en una apuesta decidida por la mediocridad.

Todo vale para anteponer los intereses de los miembros del Consejo de ministros sobre los intereses del conjunto de los ciudadanos. El colectivismo que a tanto sociocomunista le encanta, pasa por destruir, desvirtuar o prostituir cualquier institución que se escape a su control.

Da igual que sea la Casa Real, la Fiscalía del Estado, RTVE, las fuerzas y cuerpos de seguridad, el consejo general del poder judicial, el CNI o la misma institución sagrada de la familia. Si interpretan desde Moncloa que se les puede escapar de su control, prefieren destruir su credibilidad y meter sus manazas para pervertirlas hasta que queden tan manoseadas que la sociedad les dé la espalda.

Algo estarán haciendo bien, dentro de la maldad, para que esta ingeniería social pase tan desapercibida al ciudadano y en ese aletargamiento y desconcierto común, que ellos mismos provocan, la gente siga tragando, satisfecha con sus propias desgracias.
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