21/12/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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Fui uno de los miles de millones de españoles que estuvieron este pasado acueducto en Madrid. No hice turismo, no, (quitando dos horas en las que me acerqué a la Puerta del Sol, que más me hubiese valido coger un andancio), sino que acudí llamado por los lloros de una nueva vida; pero como los hospitales, y más esta temporada en la que no salgo de ellos, me dan cosa, aproveché para andar por un barrio que no conocía: Prosperidad. Es un barrio de clase media o media alta, si es que existen en Madrid, donde da la sensación, a los que vamos de fuera, de que sólo hay cabida para los ricos muy ricos o para los pobres de solemnidad. Prosperidad es, por lo que vi, un buen barrio para vivir. Hay de todo y no está nada lejos del ‘meollo’ madrileño, y muy cerca del famoso barrio de Salamanca, aquel que no fue bombardeado nunca por Franco en la guerra incivil, porque, según se decía, estaba lleno de simpatizantes suyos. Me pareció, además, que los emigrantes están perfectamente integrados, abundando los hispanos que de esta raza eran, en su totalidad, la gente que me sirvió los cafés y las Mahou que tomé. Pero, todo tiene su pega, Prosperidad me pareció un barrio sucio, desarreglado... y tienes que llegar a la conclusión, por fuerza, que o todos sus moradores son muy gochos o al equipo de Gobierno del Ayuntamiento de la villa y corte le trae al pairo el tema de la limpieza de las calles y demás espacios públicos. En realidad, en tres días, sólo vi a un barrendero. También podemos considerar otra alternativa, que va a ser la fetén: todos sus vecinos son miembros de la ‘quinta columna’ del PP y lo hacen adrede para dejar en feo a doña Carmena. Lo que más me llamó la atención fue la cantidad enorme de cagadas de can que había por las calles machacadas después de haberlas pisado todo dios, lo que, reconocedlo, es muy desagradable, más que nada porque quitarlas de las suelas de los zapatos es prácticamente imposible. León, ¡donde va a parar!, está mucho más limpio y es una pena que esta sea una de las pocas cosas de las que podamos presumir frente a los madrileños. De esta, de la catedral, del frío y de poco más, porque, en todas las demás comparaciones perdemos siempre. Sí; el problema es la gente, (en nuestro caso la falta fatal de ella), y en los madriles tienen para exportar.

En la breve visita al centro, (la del andancio), tuve ocasión de ver actuar a los municipales impidiendo el paso, de subida o de bajada, a los peatones que intentaban llegar a la Puerta del Sol o a la Gran Vía, desde las calles del Carmen y Preciados. Es cierto que andaban por allí miles de millones de personas, como si fuera una manifestación convocada por los de Podemos y que era muy dificultoso caminar. Pero, vamos a ver, pretender imponer por donde puede o no andar uno es, sinceramente, un aperitivo de lo que podría llegar a pasar si estos señores tuvieran la oportunidad de gobernarnos en el Estado. Vamos hacia una sociedad distópica y eso no me hace ninguna gracia. En estas sociedades se empieza a regular una cosa tan tonta como la de crear calles de único sentido para llegar a imponerte todas las medidas necesarias para que cualquier aspecto de tu vida sea guiado por el poder. Esto ya ha existido antes. La Alemania nazi, la Italia fascista o la Rusia soviética son ejemplos aclaradores de como el Estado es un fin en si mismo y el hombre, (en genérico), un mero instrumento. No deja de ser una anécdota, sin duda, pero significativa. Que un ayuntamiento, aunque esté gobernado por doña Carmena y sus compis, se ponga a regular sobre donde o no pueden caminar las masas de ávidos compradores de lotería de Navidad, de regalos o de souvenirs de flamencas tocadas con mantilla, osos y madroños o bufandas y camisetas del Madrid o del Atlético, es para hacérselo mirar. Había más gente andando por la calle en tres o cuatro kilómetros cuadrados que todos los habitantes de León y su alfoz juntos de fiesta celebrando la muerte de cualquier política de mal recuerdo. Y eso sólo significa que aquí falta gente. A lo mejor el dichoso poder debería hacer lo mismo que hace mil años, cuando la frontera entre los cristianos y los musulmanes llegó al Duero y los reyes se dieron cuenta de que desde León hasta allí no había ni un alma y se pusieron a repoblar la zona trayendo a miles de gallegos y de bercianos a punta de lanza para que se asentaran en la ‘nueva frontera’. Sería porque tanto unos como otros le dan a lo de la ingle mucho más que los mesetarios. (Andando el tiempo, en el siglo pasado, cuando había al lado de la plaza del Grano muchas casas de putas, las más solicitadas eran, ¡imaginadlo!, las gallegas y las de más allá del Manzanal). Prueba evidente de lo que digo son los muchos pueblos que, aún hoy, se llaman Gallegos, Gallegillos o Bercianos. Es un consejo que regalo, gratis, a los que mandan. Estamos casi en Navidad y me pongo espléndido. Salud y anarquía.
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