11/07/2021
 Actualizado a 11/07/2021
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Leo con agrado que el Tribunal Supremo ha obligado a una franquicia del sector hostelero a que acepte las propinas que recibían sus empleados y que esta rechazaba bajo la singularidad del slogan: «Nuestra mejor recompensa es que usted vuelva a visitarnos, por eso no aceptamos propina». Me imagino a los cerebros del departamento de marketing, con sus camisas de lino y sus tatuajes de diseño, construyendo la frase, completamente ajenos a la realidad con que lidian los camareros todos los días. Menos mal que aún quedan jueces que se toman el café en cantinas de barrio y no llevan a sus despachos una bolsita con té de jengibre.

La propina es una institución en este país y en otros, como USA, una obligación. Un clásico del cine, Reservoir dogs, tiene como arranque una discusión en torno a la misma y, volviendo a las Américas, a mi hija y a mí estuvieron a punto de detenernos en una cervecería neoyorquina por no abonarla debidamente.

Es verdad que en León, para qué vamos a engañarnos, cuesta un poco ser generoso: durante años, incluso hoy en día, sigue habiendo camareros que parecen perdonarte la vida cuando te sirven el café y los hay que, si te descuidas, te lo derraman sin contemplaciones sobre la mesa. En esta ciudad hay profesionales a los que es fácil imaginar con un palillo en la boca y un revólver en el cinto, lanzándote una mirada que suena a: «No me toques las narices, porque acabo de pegarle dos tiros al pianista en el saloon». Dicho esto, también ellos han de soportar a clientes que, en un buen film del Oeste, serían arrojados a la calle sin contemplaciones.

Yo soy un firme partidario de las propinas, al igual que lo soy de los crepúsculos intempestivos y de los caballos appaloosa: es decir, no puedo esgrimir una razón convincente. Supongo que es mi tendencia a ponerme en el lugar de los demás, sobre todo en situaciones difíciles: siempre pienso que quien sirve en este puñetero país (y más en esta ciudad soñolienta y burguesa) tiene que soportar lo indecible. Uno da propinas por una sonrisa furtiva o porque te retiran el plato con elegancia. En el restaurante Alborada, en el centro de León, te atiende un joven cuyo esmero, soltura y amabilidad rozan lo sublime.

A veces, después de un día aciago y triste, la conversación cortés de un camarero te reconcilia con la vida. Dejas unas monedas que, tal vez, simbolizan un trozo de tu alma.
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