29/09/2019
 Actualizado a 29/09/2019
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Decenas de miles de personas andan estos días gestionando su rechazo a la propaganda electoral. Los argumentos para ello son variados y todos razonables, si bien lo que se percibe en el fondo es un gesto para expresar, tal y como señalan las encuestas, la decepción o el enfado por el fracaso político de los últimos tiempos. De otro modo no entiendo que me lleguen ahora mensajes por todas las vías para sumarme a dicha campaña, pero nunca antes llegaron otros para liberarme de la propaganda comercial que convierte mi buzón diariamente en un contenedor de papeles muertos. Salvo la causa política, ningún otro motivo sostiene esa diferencia de actitud. Porque, si exceptuamos el objetivo que defiende el gasto público, lo cual es también bastante relativo, ningún otro es exclusivo de la actual operación.

Así pues, en cierto sentido volvemos a disparar sobre el mensajero y nos comprometemos con una masa amorfa que, de la misma manera, rechaza otros entresijos políticos, tal vez todos los entresijos. Si de entrada existía ya una opinión amplia contraria a la clase política sin distinción alguna (dice el CIS que es uno de los principales problemas para los españoles, la segunda de sus preocupaciones nada más y nada menos), convendremos que este soniquete de la propaganda en lugar de perseguir su solución viene más bien a servirle de eco. Eso sí, como suele decirse puerilmente, todas y todos quedaremos con la conciencia más tranquila, que es, como bien sabemos, no decir nada, no hacer nada.

Porque los remedios a los desórdenes políticos son políticos y la adecuación a los tiempos presentes de los anticuados procesos electorales habrá de ser también política. Por tanto, el primer paso para ello es el voto, aun repetido, hasta forzar que esa clase política denostada recupere algo de cordura y sintonía con el sentir de los corrientes mortales. O también a través de una mayor implicación política, de la que andamos faltos, que sustituya a las personas inútiles por otras más válidas.
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