03/05/2018
 Actualizado a 11/09/2019
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Nunca he sido testarudo, así que suelo callar la boca cuando veo que una discusión no va a servirme para aprender nada. Y lo hago aunque los argumentos de mi contrincante choquen frontalmente con los míos. Pero no empeñarme en tratar de ganar batallas que están perdidas de antemano no significa que renuncie a mis ideales, algo que desgraciadamente es cada día más habitual en esta nuestra sociedad. «Estos son mis principios. Y si no le gustan, tengo otros». Como si fueran compañeros de reparto de Groucho Marx, los profesionales de la manifestación salen un día a la calle para rechazar la prisión permanente revisable tras el vil asesinato de un niño y un mes después para pedir penas más duras a raíz de una sentencia que ni siquiera es firme. Y un día se dice que no hay que legislar en caliente, pero un mes después se le exige al Gobierno que tome cartas en el asunto de inmediato pese a que ello se traduzca en un enfrentamiento directo con los jueces. Es lo que tiene ser un país de mercadillo, con una sociedad que es una ganga desde el punto de vista intelectual y con una clase política tirada de precio. Fíjese usted por ejemplo en que los que rechazaban hace unos meses la peatonalización de Ordoño ahora la exigen, mientras que los que la diseñaron la descartan para no molestar a los que pretenden ejecutarla en el próximo mandato. Y ahora vuelve a mi mente Groucho Marx con otra de sus míticas frases: «La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnostico falso y aplicar después los remedios equivocados».
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