26/12/2019
 Actualizado a 26/12/2019
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Que el director de esta película sea de tu pueblo y que, encima, el cabrón de él sea tan bueno escribiendo, es una putada para un ‘juntaletras’ como yo. El caso es que uno había escrito ya un artículo sobre las riadas que hemos padecido la semana pasada y que, por desgracia, nos han dejado un muerto: Carlos. Ante lo escrito por el director, uno no ha tenido más remedio que envainársela y comenzar desde cero. Envainársela es el paso previo a reconocer que uno se había equivocado en algo, que había hecho algo sin ningún sentido, o simplemente, que la había cagado. Podría, yo ahora, cargar las tintas sobre la ineptitud de la Junta y de la Confederación Hidrográfica del Duero, de la que andan sobrados, más por inacción que por otra cosa. Parece que son de esos que ven pasar la vida y que legislan sentados en un cómodo sillón o en el taburete de un bar de Valladolid. Para ellos es todo en blanco o en negro y, cuando se trata de la naturaleza y de su cuidado, existen muchos más colores; por ejemplo, los grises.

Cómo los perjuicios que trae dar permisos para la construcción de centrales hidroeléctricas en las presas o en los ríos de la provincia. La realidad es que desde 2008, fecha en que se inauguró la de Vegas, se han sucedido cinco episodios de inundación, cuando antes de su construcción, estos brillaban por su ausencia. O de hacer una piscifactoría salomónica en el lugar dónde antes se expandía el río cuando estaba cachondo y que, ahora, está ocupado por miles de metros cúbicos de cemento. Pero creo que son cosas que alguien con dos dedos de frente sabe de memoria. Lo importante es que este episodio ha traído consigo una muerte, con lo que lo convierte en inaceptable. No hay cosa que más me saque de mis casillas (siempre, no obstante, prontas a saltar) que escuchar a mis amigos, o a mis enemigos, soltar la chorrada de «la tenía ahí». Si tomamos en serio este aserto, no sé para qué hostias creemos que existe Dios, cualquier Dios. Dios, cualquier Dios, no puede ser tan perverso; si todos nuestros actos estuviesen escritos en nuestra frente, el Poder no tendría mejor excusa para tenernos dominados, negándonos la posibilidad de emanciparnos de sus garras. El profesor Hawking dijo una vez: «Me he dado cuenta que incluso las personas que dicen que todo está predestinado y que no podemos hacer nada para cambiar nuestro destino, miran a ambos lados antes de cruzar una calle». Nadie, cree uno, ha desmontado una teoría tan terrible con más naturalidad. Si creyésemos en ‘La fuerza del destino’ (título de una ópera de Verdi de una potencia abrumadora), lo mejor sería tumbarnos en la cama y esperar, sin miedos, el momento de la muerte. Pero todos tenemos miedo a morir, mayormente porque nadie nos ha venido a contar qué hay al otro lado. El hombre es por naturaleza vago y miedoso y gracias a estos dos adjetivos somos el animal que domina el mundo. Todo lo que hemos hecho ha sido para lograr vencer el miedo ancestral que está en nuestros genes y, es lo más importante, para trabajar menos. No era el caso de Carlos, que trabajaba como un vietnamita para lograr que sus vacas fuesen más productivas cada día. Carlos no obraba como si todo estuviese escrito. Él escribía su historia y su vida y lo hacía convencido. Nada mejor que levantarse por la mañana y pensar que el mundo comienza cada día. Está claro que su muerte fue un accidente y como tal impredecible. Pero, como comenté al principio del artículo, no es este el caso. Han habido agravantes inaceptables y pocos o ninguno se pueden poner en el Debe de Carlos.

Es cierto que la fuerza de la naturaleza (¿o de Dios?), es inmensa. Cuando el fuego, el agua, el viento o el temblor de la tierra suceden, la mayoría de las veces lo único que podemos hacer es quedarnos quietos, rezar y esperar a que amaine la tormenta. Nada podemos hacer para calmar a la naturaleza de sus arrebatos. Nunca olvidaré una nube que me pilló en Tolibia de Arriba. Era tal su fuerza, acrecentada por el eco de las montañas, que pensé que se acababa el mundo. Y, sin embargo, la tormenta pasó y el sol volvió a brillar y yo me olvidé de todas las promesas que le hice a Dios si salía con bien del asunto. A todos nos sucede lo mismo. Prometer, prometer hasta que podamos meter y, una vez metido, nada de lo prometido.

Sólo sé que se ha ido un amigo y nadie nos puede consolar. Por muchos razonamientos que hagamos, por muchas cábalas que hagamos sobre cómo pudo suceder, de nada servirá. Lo chungo es que sufrió un accidente terrible y que murió. Lo que no podemos permitir, cree uno, es que el ejercicio del Poder y sus consecuencias queden impunes.

Feliz Navidad y próspero año nuevo para todos, incluso para las administraciones...
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