11/02/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Que «estamos en esta vida de paso», no sólo hay que adjudicárselo al estribillo de marras, sino que es germen y camino a seguir por multitud de sentencias poéticas y filosóficas. Pero, además, la frase entra de sopetón en mi memoria en cuanto ingreso en el recinto hospitalario como protagonista paciente dispuesto a soportar una operación de cadera. Ni siquiera consigo mi propósito mostrando al doctor, en mi desnudez, el antecedente de futbolista marcado por la señal de los puntos de sutura, como si, al señalárselos, diese por hecho la validez de mi experiencia para lo que se avecinaba.

Con el pinchazo de la jeringuilla en la espalda, quedó anestesiado medio cuerpo, desde la cintura hasta las uñas de los pies. A partir de ahí, desconozco por qué remedio somnífero o milagrosa sedación pude quedar medio atontado, pero recuerdo que escuchaba, en mi angustia, el ruido metálico de aquella especie de radial y el toc-toc de un martillo que fortalecían mis consabidas sospechas de que –así me lo había confirmado el joven, aunque experto doctor– el problema radicaba en el exceso de sangría que propiciaba mi operación.

Vaciló mi memoria en el momento de despertar y descubrir, en la cama de al lado, a un adormilado colega, operado en similares circunstancias el día anterior, tal como recordaba me habían dicho antes de la criba. Una luz mortecina iluminaba la habitación, y cuando, con la intención de vencer aquella penumbra, intenté acceder a un interruptor situado en la cabecera de la cama, descubrí dos finos anillos de unas esposas atenazando mis tobillos. Con los dedos de mi pie izquierdo –los de mi pierna buena– me deshice de la cinta amarilla de la derecha, pero ésta no respondía, como era natural, a mi interés por desanudar el anillo de su compañera: un dolor irreconocible me hizo llevar la mano a lo alto del muslo, y allí encontré un apósito rodeado de una amalgama de cables de distinto grosor, enganchados a un aparato, pegado a una de las barras del somier. Conseguí, en cualquier caso, apretar el botón de la luz y decidí relajarme y recuperar mi posición, tumbado de espaldas y mirando al techo.

Fue a punto de conciliar el sueño cuando mi vejiga empezó a pedir respuesta a sus preocupaciones y, como todo el mundo puede imaginar, no tuve más remedio que tratar de hacerle caso; aunque, claro estaba, el hecho de obedecer a mi vejiga no era compatible con la opresión del anillo de algodón que ceñía mi tobillo izquierdo. A la fuerza, a puro tirón, así fue como respondió mi muslo izquierdo a la presión de la cinta hasta que cedió. Resultó negativa la búsqueda, a mi alrededor, de la cuña de plástico donde aliviar mis urgencias, por lo que no me quedó más remedio que echar mano a toda prisa de los tubos de plástico que me rodeaban y ver si, sujetado como estaba bajo la cama el armazón metálico del que partían, llegaban hasta allí, hasta la puerta del WC. Los cables parecían larguísimos, pero mi cadera, recién operada, emitía unos pinchazos dolorosos, sólo comparables a los provocados por la retirada de la sonda (la que estaba introducida, desde la operación, donde todo el mundo imagina, y que iba a parar, precisamente, al susodicho enredo) que me retirarían algunos días después.

Me apoderé del tinglado de cables y, a pata coja y apoyándome en la mesa y la silla, llegué a la entrada del servicio. Encendí la luz y estiré cuanto pude aquellos cordones plastificados del drenaje: era evidente que hasta la taza del wáter era imposible llegar y a mí me quedaban segundos: yo no aguantaba más. De manera que eché mano de la botella de agua mineral vacía que, por suerte, alguien había dejado a la entrada. Apoyado en la pared, y ocupados brazos y manos en la amalgama de cables y botella, me ocupé, en vano, de orientar mis urgencias hacia el estrecho gollete de la del agua mineral, y hube de recurrir, en el intermedio del desalojo, a un vaso de plástico, colocado por suerte en el lavabo.

Nunca vi tan enfadadas a aquellas dos enfermeras de la cuarta planta del Hospital como aquella noche de marras, cuando entraron en la habitación a aquella hora y descubrieron, cerrando la puerta del WC, al de la 424, rodeado de tubos y de cables, y como con un gesto de borrachera: vaso y botella señalados con el estigma, pensaron ellas, de los restos del alcohol. En la cama de al lado, mi colega roncaba plácidamente.
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