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Posesión infernal

05/09/2020
 Actualizado a 05/09/2020
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Fue una tarde lluviosa de este agosto que acaba de abandonarnos. En un precioso pueblo de la montaña central leonesa al que le gusta correr en verano. La reunión, que generó nutrida afluencia lo cual obligó a una segunda edición posterior dadas las circunstancias, se celebró en las antiguas escuelas (otrora cunas del saber). El evento informativo estaba convocado por la Plataforma para la Defensa de la Montaña Central leonesa ante la preocupación creciente de un proyecto de energía eólica que amenaza con alterar nuestras vidas y vistas.

En vano Esther intentaba articular discurso coherente pero el acalorado caballero del fondo la acometía con atroz insistencia. El hombre porfiaba en la idea de que aquella reunión no tenía sentido y que encima «veía por allí a mucha gente que no era del pueblo». Estaba convencido de que los molinillos eran cosa de ellos así como el parné que generarían, cuestión que debía ser dilucidada entre los ‘paganini’, su bolsillo y él. A ver si iba a venir uno de fuera para decirle a él cómo gestionar su territorio.

En un momento determinado, exhausta por la embestidas verbales y habiendo agotado todos los recursos para pronunciar más de una frase seguida, la portavoz defensora de la montaraz causa quiso concluir el suplicio: «Vamos a cancelar esta reunión y la convocamos en mi pueblo, donde la gente parece más abierta».

No íbamos a poder escucharla.

Yo no dejaba de mirar al veterano periodista que a mi lado estaba. Observé su gesto contrariado tras la mascarilla mimetizadora.

Y entonces, como impelida por un quijotesco anhelo justiciero, alcé voz y cuerpo dirigiéndome al airado morador que parecía presa de un encantamiento que le producía incontinencia verbal. Con toda la educación que me enseñaron, para mitigar la posesión infernal de la que ambos (el acalorado y yo) estábamos cautivos, tomé, como pude, la palabra.

«Mire caballero, yo no soy de aquí. Pero mi abuelo fue practicante de esta zona. Ayudó a nacer a muchos niños en aquellos tiempos mineros en los que el oro corría por nuestras calles. Quisiera que la escuela volviera a estar repleta de niños como aquellos, y que esta señorita viniera a hablarnos de un proyecto empresarial que diera trabajo a todo el mundo. Necesitamos recuperar el pulso económico de la zona, pero no a costa de la tierra. Esa tierra que no es suya ni mía, la tierra es de todos. También de los que vendrán. Si renunciamos a nuestros montes, si perdemos nuestros paisajes…¿qué nos queda?»

Un cálido aplauso arropó mis palabras. El auditorio pareció serenarse, y Esther siguió hablando.
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