21/04/2019
 Actualizado a 11/09/2019
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En llegando todos los años el 25 de abril, soy de los que el correr de la mente, el alma y la ‘saudade’ (nostalgia) hacen escala siempre en territorio portugués. Es el día en que los clavelesde rojo y verde, colores lusos por bandera, abundan por las calles. Discurría el año 1974 cuando, en el vecino país se produjo, de modo harto pacífico, una revolución que dio paso a un régimen democrático tras férrea dictadura disfrazada de república. Anteriormente, desde su independencia del Reino de León, a finales del siglo XII, la nación portuguesa había estado siempre regida por un gobierno en monarquía –incluso cuando dependió del trono español entre 1580 y 1640–, hasta 1910, con la llegada de la República.

Es curioso comparar los cambios de régimen político entre Portugal y España a lo largo del siglo pasado. Portugal ha ido siempre por delante. Cuando, en 1910, Portugal pasó a ser República, España no se había sacudido todavía el decurso de reyes y reinas hasta la llegada de la Segunda República, en 1931, pues la primera apenas duró año y medio. La dictadura de Oliveira Salazar, estaba implantada en Portugal con vestimenta republicana seis años antes de que Franco la implantara de modo absoluto en España, con un trastienda de centenas de miles de muertos. Y Portugal se desvistió sin sangre en democracia, al son de ‘Grándola vila morena’, un par de años antes de que como tal se constituyese en España tras la «muerte del difunto».

Las circunstancias de la vida me han hecho estar ligado a Portugal durante más de treinta años. Fuera del ámbito familiar, esta vinculación al país vecino ha sido lo que más satisfacciones me ha dado en la vida. Escogí la lengua portuguesa cuando me tocó elegir frente a la italiana como asignatura optativa en la licenciatura de Filología Románica en la Universidad de Salamanca. Y vive Dios que nunca me he arrepentido. Entré por primera vez en Portugal en tiempo convulso, Acababa de ser incendiada la Embajada Española en Lisboa. Franco se moría, sin olvidar su pasión de condenar a muerte, mientras yo me avecinaba en Lisboa en la Residencia de Estudiantes ‘Egas Monís’, con una beca en el bolsillo (‘bolsa’, en portugués) de la acaudalada Fundación Calouste Gulbenquian, un armenio cargado de petroleo asiático que se refugió en Portugal durante la II Guerra Mundial. En Lisboa viví durante tres meses. Allí aprendí el idioma y me encariñé con su cultura y con sus gentes. Ello me permitió relacionarme con grandes hitos de la literatura portuguesa, entre otros: el Nobel José Saramago y Vergílio Ferreira. Con este último la relación fue mucho más estrecha, pues me doctoré en una tesis sobre su extensa obra.

Podía contar muchas anécdotas de mi contacto con Portugal y los portugueses. Recalemos en lo que me ocurrió apenas llegado, en la Praça do Rossio, en pleno corazón de Lisboa. Paseando por ella, se me acercó un joven misterioso y consumido con la intención de venderme una pistola. Me hice el sordo y distraído por ver si se daba por vencido. Como el tipo en el mercar insiste: – «¡Para que diablos quiero yo una pistola!» – «Por se entra na sua vida um inimigo, senhor malhumorado». Entraron tantos que mi cura no resuelve tu receta, pues lo que urge en mi caso, no es pistola, ¡es metralleta! Como el tipo persistía, no tuve más remedio que decirle: –«¡Los maté ya a todos, joder!» Se quedó el joven sorprendido al oír tan insólita respuesta, que dio marcha atrás en la porfía, perplejo y más corrido que un protestante con flores a María.
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