25/10/2019
 Actualizado a 25/10/2019
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El miércoles asistimos sobrecogidos a la muerte por eutanasia de la atleta paralímpica Marieke Vervoort a la temprana edad de 40 años, en lo mejor de la vida. Marieke padecía una enfermedad degenerativa que le imposibilitaba hacer cosas tan cotidianas y fundamentales como dormir o comer.

En los juegos paralímpicos de Londres 2012 ganó una medalla de oro y otra de plata y otras dos medallas en los juegos paralímpicos de Río 2016. Esto no le hacía ni mejor ni peor que otras personas con enfermedades degenerativas, simplemente entiendo que estaría acostumbrada al esfuerzo, la resistencia y la superación. Pero parece que esto no fue suficiente para soportar los dolores y las convulsiones.

En 2008 recibió la aprobación para su ‘suicidio asistido’ en Bélgica, su país natal, donde sí está regulada y permitida la eutanasia. A pesar de tener los papeles desde ese año, ella seguía aferrada a la vida cumpliendo sus metas y sus sueños, posponiendo su muerte mientras le quedase algo de energía y la más mínima calidad de vida.

El miércoles esa llama se apagó y con ella la vida de una persona, Marieke, de una forma terrible (como casi todas las muertes) pero esta vez de manera voluntaria, algo que nos impacta más y revuelve nuestra conciencia y nuestro espíritu ante la imagen aterradora de saber y elegir el momento justo de nuestra muerte. El ser humano no está preparado para eso.

El liberalismo apuesta por dar las mayores cuotas de autonomía y libertad al individuo y en mi opinión, esto debe cumplirse en todo el ciclo de la vida (con alguna excepción de la que ya hablaré). Nos parezca bien o mal, no tenemos derecho a juzgar el deseo de una persona por dejar de sufrir, aunque para ello se entregue lo más valioso que tenemos. La vida.

Me considero una persona luchadora y me cuesta, como a casi todos, aceptar que alguien cruce una puerta sin saber qué hay al otro lado. Un salto al vacío huyendo de una de las cosas más insoportables para el ser humano como es el dolor, pero hagamos un ejercicio de empatía, aunque nos cueste y pensemos en un terrible sufrimiento nuestro o en el de un familiar.

Esto no significa que considere que la eutanasia debe ser ‘barra libre de muerte’. Siempre debemos dar todas las alternativas médicas terapéuticas o paliativas para que nadie opte por la muerte, pero tampoco debemos ser la sociedad o el Estado el que obligue a pasar dolores insoportables al que ya no le quedan esperanzas.

Tarde o temprano tendremos que regular ese derecho máximo que es el derecho a la vida y a la muerte digna, con sus límites, sus plazos, sus excepciones y sus controles para evitar excesos.

Si la vida no es voluntaria, no es un derecho y todo lo que no es un derecho, es una obligación.
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