10/11/2019
 Actualizado a 26/11/2019
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Uno de mis mejores amigos fue durante años el plusmarquista local de Trivial Pursuit. Lo mismo sabía que la Guerra de los 100 años había durado en realidad 116 años que el nombre de la ganadora del Oscar a la mejor interpretación femenina en 1945. Cada tarde nos dejaba a todos con la boca abierta y, de paso, nos desplumaba. La superioridad era tal, incluso ante las grandes cabezas pensantes del pueblo (por lo general más grandes que pensantes), que tuvimos que improvisar una comisión de investigación hasta que, con la ayuda de su hermano, descubrimos que se estudiaba las preguntas y las respuestas por las noches, antes de dormir, lo cual no dejaba de tener su mérito. Hoy las nuevas tecnologías se han apoderado también de los juegos de mesa y hay que prohibir los móviles para casi todos ellos, del mismo modo que han tapado las bocas de los discutidores profesionales. Se sigue discutiendo, obvio, de hecho se discute más alto, pero ya todo el mundo mide mucho sus palabras ante determinadas afirmaciones, del tipo esos porcentajes completamente inventados que antes no te rebatía ni Dios y creías que te daban una cierta credibilidad. De cualquier esquina te puede salir ahora un lumbreras con su teléfono y te deja con la misma cara que nos dejaba el plusmarquista del Trivial. Ocurre en los bares, los trabajos, las reuniones de las comunidades de vecinos, las aulas, los ascensores, las redacciones y demás campos de batalla, pero, al parecer, donde no ocurre es en los debates electorales. Allí cada uno puede decir la barbaridad que más le convenga y, en la prueba más evidente de que nadie ha ido a escuchar a los demás, ninguno de los rivales se molesta en rebatir lo más mínimo. El resultado es una campaña electoral en la que nadie escucha y los candidatos, con la certeza de que pueden ser esclavos de sus palabras, sueltan sermones como en una Novena de rogativas por el milagro del desbloqueo. Por eso las únicas conclusiones que se pueden sacar no vienen de sus monólogos, sino de sus lapsus. No ejercen el derecho a réplica porque suele ser cuando meten la pata. Se tensa un poco el debate y enseguida se les escapa que pueden dar órdenes a los fiscales cuando más les apetezca, que mandan a los Reyes de viaje a Cuba como quien apunta a sus padres al Club de los 60 y anuncian la segura llegada de una gravísima crisis económica que niegan cuando están en el Gobierno pero todos ven venir cuando hay elecciones. A Pablo Casado, por ejemplo, le dedicaron un plano cruel en el que se le veía asentir mientras hablaba Santiago Abascal, que miente en sus mítines porque sabe que está rodeado por palmeros y mintió en el debate porque sabía que estaba rodeado por maniquís. Pablo Iglesias intentó quedar como el más coherente y el listón no estaba precisamente alto, pero perdió su oportunidad con un error tan comprensible como imperdonable al pronunciar «manada», y eso que ya no se sabe qué suena peor. Albert Rivera, detrás del atril pero al mismo tiempo subido a la lámpara, sí que replicaba constantemente, para demostrar que no tenía nada que decir. Y, como es de suponer, la versión provincial del debate no se quedó atrás: un candidato llegó a decir «la provincia de León y el Bierzo» y tanto él como los demás siguieron ignorándose con total naturalidad. Al final, la única verdad de la campaña la ha dicho su principal creador, el enfurruñado Pedro Sánchez, cuando afirmó que los lapsus eran fruto del cansancio. El problema es que, por la pinta, sospecho que sólo se refería al suyo.
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