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Por el placer de llorar

17/04/2020
 Actualizado a 17/04/2020
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No voy a decir que este confinamiento me esté sirviendo para escribir más o para hacer todas esas cosas que tenía pendientes y por falta de tiempo jamás hacía. NO. Realmente este confinamiento solo sirve para agobiarnos, dejémonos de tonterías de autoayuda. A mí los fines de semana me entra una especie de inquietud vital y no paro de hacer cosas físicas. Limpiar, barrer, ordenar. Es cierto que también leo, pero siempre he leído mucho, no es mérito del confinamiento. Y escribo, pero siempre me he levantado a temprano a escribir, tampoco es mérito del confinamiento. El confinamiento no tiene ningún mérito por mucho que nos quieran vender lo contrario.

A mí para lo único que me ha servido es: para enredarme con las redes sociales (una especie de vicio) y para releer viejas novelas (a eso sí le reconozco la gracia). Los libros que traje de Madrid ya los terminé. Y ahora ando repasando antiguas lecturas. Hay de todo en esta casa, no me quejo, libros de mi padre, mi madre y mis hermanos. Desde ciencia ficción, hasta clásicos, las obras completas de Tony Morrison, las de Azorín, Delibes, bastante poesía, las Brönte, y Austen y otros románticos en inglés, alguno en alemán... Entre ellos descubro un librín que cabe en la palma de mi mano, ‘Genoveva de Brabante’, en una edición de 1958 impresa en Tetuán (!). Un volumen heredado de mi padre o mi madre, una miniatura que leía de niña una y otra vez solo por el placer de echarme a llorar.

De niña tenía ese alma cursi y me encantaban los libros que me hacían llorar (no era difícil conseguirlo, esa es la verdad). ‘Genoveva de Brabante’ era también una opereta de Offenbach que teníamos en casa y cuando escuchaba el disco, volvía a llorar.

Llorar con un libro o una película o con música es un placer delicioso, exquisito.

Cuando escribo siempre pienso que me gustaría provocar algo así en el lector, una conmoción: risa, lágrimas, odio. Algo que lo zarandee (no es un deseo intelectual, lo sé, es un deseo visceral). Yo leía la historia de Genoveva, una especie de santa abandonada en una cueva con su hijo y a quien alimentaba una corza (qué imagen más poderosa) y me quedaba sin aliento, me dolían los párpados de tanto llorar.

Hoy veo las noticias y también me quedo sin aliento y también me duelen los párpados, pero no hay ningún placer delicioso en ello, más bien una angustia consciente. Por eso mi única recomendación para este confinamiento es: leamos. Salvemos los libros y salvemos las librerías. Y salvémonos a nosotros mismos.
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