19/09/2018
 Actualizado a 08/09/2019
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Imaginemos que se descubre que un compañero del trabajo cometió en el pasado un delito horroroso, pero las leyes impiden juzgarlo ahora porque ha prescrito. No hay nada peor que matar a alguien, pero seguramente los abusos sexuales a menores sea lo más repugnante que una persona puede hacer, por lo que esa persona seguro que no será elegido el empleado del mes en esa empresa o administración pública en la que desempeña una función. Quizá es autónomo, pero a buen seguro que tiene relación con decenas de personas que no le mirarán con buenos ojos después de saberse que cometió esos actos que, más allá de ser un delito, suponen que esa persona sea seguramente apartada de la sociedad por lo que hizo en el pasado.

Se abren ahí varias reflexiones. La primera es si esa persona puede tener nuestro perdón, años después de cometer estos actos, y siempre con el interrogante de si se ha arrepentido de verdad de todo lo que hizo, ha seguido cometiendo las mismas acciones o quiere hacerlo en el futuro, por más que lo niegue si muestra un mínimo de remordimiento o contrición.

Hay más preguntas que hacerse: ¿es entendible que la empresa o administración decida que ese trabajador tiene que ser apartado de su puesto habitual y lo mande lejos para que esté casi aislado aunque en diez años pueda volver a tener casa y tranquilidad como si nada hubiera pasado? Porque con esa medida, deja claro que esa persona ha cometido algo gravísimo, pero no toma una medida drástica, como sería despedirle y, por tanto, no permitir que siga representando a la compañía que le paga un sueldo por su actividad.

Si toda esta suposición se refiere a un sacerdote que continuamente puede estar en contacto con niños y que tiene varias denuncias por casos similares, la expulsión y excomulgación es lo mínimo que debería producirse. Por dignidad.
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