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Políticos, periodistas y otros fantasmas

17/11/2019
 Actualizado a 17/11/2019
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Nunca olvidaré el silencio en el ascensor del Pozo María, la primera vez que bajé a una mina, el aire subiendo por los pies y la sensación de viajar el fondo de la tierra. Hasta entonces pensaba que el silencio más impresionante era el de la plaza del pueblo en septiembre, el de la nieve tras las persianas o el que rompían las perras al caer en el centro del corro cuando un punto quería doblar un millón a las chapas, pero aquella forma de callar, con los mineros santiguándose al lado, acojonaba. A bordo del Land Rover de la Brigada de Salvamento del Bierzo Alto, veinte años después, el silencio es igual de denso. Entre el barro y la nieve, el coche sube por una pista hasta el último nivel de La Escondida, en Caboalles de Arriba, y dentro no habla nadie. Cuando el silencio se le hace insoportable, el torpe reportero, torpemente dicharachero, pregunta por alguna gesta, una batallita que levante unas risas y, de paso, le sirva para llenar algunas líneas: «No hay. Nosotros todo lo que hemos hecho lo querríamos olvidar», le espetan. Acostumbrado a vivir entre políticos, periodistas y otros fantasmas que siempre tienen una historia que empieza con un «pues yo...», estremece escuchar a alguien que no quiere presumir de lo vivido y lleva años intentando olvidar lo que ha pasado. Cuando les llamaban a ellos, algo iba mal y, por lo general, ya era demasiado tarde para poder solucionarlo. Los finales felices suelen ser para otro tipo de cuentos. El rugido del motor no es capaz de ocultar la violencia de este silencio que, al bajar del coche, inunda el valle entero, en el que el otoño ha hecho estallar toda la gama del ocre. Una vaca pace en una braña cercana y se ha cagado en la bocamina, creando una metáfora tan desagradable como certera de la situación actual de la minería. Los brigadistas se enfundan en sus monos, se ponen las mochilas, las máscaras, los cascos, ajustan las lámparas y caminan en fila por la galería con la soltura de quien pasea mirando escaparates. El reportero no tiene lámpara, dicen que por un olvido aunque más bien parece una novatada, y va tropezando con todo. La mina, incluso cuando no está ya operativa como ésta, tiene mil trampas. Chapoteando hasta los tobillos sobre los charcos negros recuerda la cara que le puso el encargado del material cuando le dijo que no necesitaba botas de agua porque sus playeras tenían Gore-Tex. La procesión de luces llega a la veta y se detiene ante una chimenea, el conducto que comunica todas las galerías. Mide lo que un ataúd y no se ve dónde termina. El jefe da los nombres de los que se tienen que meter, que no dudan ni un instante. Se tiran con la fe de un nieto que se lanza por un tobogán sabiendo que abajo le esperan los brazos de su abuelo. Angustia verlos ahí, sin sitio para revolverse, incluso en un simulacro como éste. Salen ya con los rostros negros y luego, en la ducha, querrán que se marchen por el desagüe hasta los recuerdos. A la salida, la nieve ha cubierto de golpe todo el otoño. Laciana no entiende de términos medios. El ambiente ha cambiado radicalmente y, al repasar los males de cada uno, las prótesis que les han ido poniendo los médicos y los años en la mina, empiezan a recordar historias. No son precisamente fanfarrones. Uno cuenta que su mujer no le sujetaba en casa mientras veía por el televisión el infructuoso rescate de Julen, el niño que se cayó a un pozo en Totalán: «¿A qué esperaron tanto?». Otro habla de cómo obró el milagro de salvar a un compañero (con el que no se llevaba precisamente bien) de ser destrozado por una rozadora. «La mina es lo que tiene», dice. Para la Brigada de Salvamento los propios mineros elegían siempre a los mejores, los más ágiles, los más valientes... Eran voluntarios, haciendo cursos en sus días libres, convirtiéndose en una suerte de expertos en prevención de riesgos laborales a nivel extremo. Hoy la minería, más bien las cuencas mineras, necesitan también su propia brigada de salvamento, aunque parece que entre nuestros políticos hay más fanfarrones que voluntarios.

Afuera, la misma vaca sigue paciendo, buscando ahora el pasto entre la nieve. Un minero la mira y sentencia: «Está muy bien, es muy bonito, siempre lo hubo aquí, pero de eso no vamos a vivir todos, ¿eh?».
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