En esa tertulia tan ilustrativa de la hora del vino en la mañana siguiente a una gran nevada surgió un inesperado debate, a cuento de una pieza que llevaba Gerardo para proteger las piernas de la nieve por encima de las botas.
– No sé cómo se llaman, sé que tienen un nombre pero no me acuerdo.
– Polainas; dice alguien que viajó en su teléfono a ese viejo sabio de la tribu que se llama el Tío Google.
– Polainas son todas, pero a estas de la nieve les llaman de otra manera.
– Las polainas son de cuero y las usaban los que no tenían dinero para unas botas de caña ;tercia José Luis.
Y como no se llegaba a una palabra consensuada, algo muy habitual a la hora del vino, el más viejo del lugar ofreció la solución de la razón: «Aquí cada cual las hacía como le daba la gana; cogías unas pieles de oveja y las atabas con cuerdas o unas telas fuertes, el caso es que no calen.
De esa vieja teoría es el hombre de la foto. Ahí tienes sus polainas, o como les quieras llamar, hechas a la medida de la necesidad; hechas con esas manos que tantos inventos han parido y no siempre con suerte, que una parte del dedo quedó en la máquina de embutir, en la mina, entre las rejas del arado o atrapada en cualquier máquina.
Que la vida siempre le cobra peaje al obrero.
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