06/12/2018
 Actualizado a 19/09/2019
Guardar
La sociedad actual está asfixiada por el peso del Poder. Desde que terminó la II Guerra Mundial, los estados occidentales, disfrazados de sociales, han adquirido una dimensión insospechada en cualquier otra época de la historia. Todas las revoluciones que han habido, tenían como premisa luchar en contra de los impuestos y de las glebas para la guerra. Tenemos cientos de ejemplos, pero me voy a quedar con uno que sucedió en España en julio de 1909: la Semana Trágica. España estaba inmersa en la guerra de Marruecos y, en aquellos días, se produjo una movilización masiva de reservistas catalanes, la mayoría de ellos padres de familia. Solidaridad Obrera, movimiento compuesto por anarquistas, socialistas y republicanos, se opuso a esta movilización mediante la proclamación de una huelga general. Aquello supuso el principio del fin de la monarquía, hecho que ocurrió 22 años después, habiendo por medio una ‘dictablanda’, la del general Primo de Rivera. El pueblo estaba harto de morir en una guerra que no entendía y de pagar unos impuestos abusivos para mantener al ejército. El Poder del Rey y de los partidos que gobernaban el país era muy escaso, y no sólo ocurría en España. El poder del estado, en Europa, era similar al español. Cuando Hitler militarizó a todo un país, obligando a las empresas y a los particulares a fabricar y trabajar para crear el mayor y mejor ejército, nadie fue capaz de pararle los pies. Las democracias, abocadas a una guerra que no deseaban y que intentaron demorar lo máximo posible, tuvieron que copiar el modelo alemán, supeditando todo el esfuerzo nacional a dotar a los ejércitos de los hombres y las armas para ganar la contienda. Sesenta millones de muertos después, las democracias y su nuevo antagonista, el bloque del Este, encabezado por la extinta Unión Soviética, siguieron gastando ingentes cantidades de dinero, (que proviene de nuestros impuestos), para prepararse ante la posibilidad de una nueva guerra, ésta vez aniquiladora de la humanidad. A pesar de la caída de los regímenes comunistas, los Estados Unidos, el líder del mundo libre, gasta un tres y medio por ciento de su PIB en armas. No cuentan estos datos del Banco Mundial lo que se gasta en las fuerzas de seguridad interna, que es, seguramente, bastante más. No deja de ser paradójico que el poder de la policía, que es el atributo más insoportable de la tiranía, no ha dejado de crecer en todos los países desde el final de la II Guerra Mundial y, sobre todo, en las democracias. El Poder se ha vuelto un monstruo ante el que nadie puede luchar y mucho menos ganar. Es igualmente paradójico que ninguna revolución haya podido destruir ese Poder. Simplemente lo han hecho más grande, porque todos los revolucionarios lo que pretenden no es destruir sino tomar el Poder. Proudhon, aquel que gritaba «ni Dios ni Rey», se cansó de denunciar, en vano, por supuesto, la perversión de la democracia en una simple lucha por la soberanía. Otra paradoja de la democracia es que el voto y el servicio militar vinieron de la mano. Es como si el Poder dijese al pueblo: «Bien, te doy la posibilidad de elegir a tus representantes, pero a cambio has de estar preparado para tomar las armas en cuanto te llame». Es cierto que en casi todo occidente se eliminó el servicio militar, pero es demasiado reciente para tomárselo en serio. Si, Dios no lo quiera, se declarase una nueva guerra, el Poder no tardaría ni cinco minutos en volver a establecerlo. El Poder, en definitiva, crea miedo entre sus súbditos, haciendo que renuncien a la libertad por el bien supremo de la seguridad. Y así nos va.

Todo este rollo, (alejado de la habitual hilaridad de mis escritos de los jueves), es debido a que han empezado la cascada de elecciones que nos caerán en el ya próximo año nuevo. Los andaluces han iniciado la veda y, seguramente, no acabaremos antes de junio o julio. Da igual quién haya ganado o quien gane, por si mismo o mediante coaliciones aberrantes. Es fundamental, desde mi punto de vista, que el Poder se entere de una vez de que no queremos que tenga aún más poder, para lo cual es necesario que vaya a votar poca gente. Está claro que yo no votaré, pero me voy a volver loco al intentar que todos mis allegados hagan lo mismo. El Poder saldrá reforzado de todo esto, como siempre, pero desde luego no en mi nombre y con mi voto. Además los partidos políticos, cualquier partido, son solamente instrumentos que usa ese Poder para que nadie ose pensar siquiera en hacerlo vulnerable. Los partidos políticos son una especie de correa de transmisión que hace que la gente del pueblo ande hipnotizada e idiotizada para que éste esté quietecito y para que siga siendo la carne de cañón que siempre ha sido, para que siga pagando con su sangre y su dinero el mantenimiento de el actual estatus quo de la relación. Salud y anarquía.
Lo más leído