03/03/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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Esto de hoy va de poder y de juicios. Los veinte lectores habituales que tengo saben de sobra que, por educación y convicción, uno cree que el poder envilece, que vuelve malas a personas que en su vida privada son buena gente, que hace que lleguen a un acuerdo con Maquiavelo con aquello de que «el fin justifica los medios».

Estos días pasados un jurado popular emitió una sentencia que condena como asesinas a Monserrat, Triana y Raquel. Las encuentran culpables de la muerte de Isabel Carrasco, presidenta, en aquel momento, de la Diputación de León. Isabel Carrasco tenía la enfermedad del poder.

Ella tenía que demostrar que mandaba y que los demás obedecían. Seguramente era una persona acomplejada por su físico (como todos sabéis era muy pequeña). Seguramente tuvo que soportar en su infancia y adolescencia todo tipo de burlas. Los niños y los adolescentes son crueles por definición y no paran hasta hacerse odiosos. El caso es que la señora Carrasco no cejó hasta conseguir que en León nadie moviera ni una piedra si ella no estuviera de acuerdo. Cuando murió tenía trece sueldos oficiales, un absoluto desmán que ofende a cualquiera que en esta época de crisis no puede llegar a fin de mes. Pero estoy seguro de que tantos sueldos a ella le traían sin cuidado: eran la demostración palpable de que mandaba y los demás obedecían. Carrasco era una enferma del poder. Era como una golosa, (tenía el pecado capital de la gula), que comía y comía hasta que no podía mas; luego vomitaba y volvía a la mesa para seguir comiendo. Pero en vez de comer percebes, cordero asado o caviar, comía, hasta hartarse, poder.

Para llegar a ser la ‘reina’ del cotarro, pisó muchos callos; demasiados. No se puede alcanzar esa notoriedad sin dejar cadáveres en el camino. Y, si no hubiera muerto, a estas alturas ella estaría siendo juzgada por la trama ‘Púnica’, como en las guerras antiguas, y no su mano derecha, el señor Martínez Barazón.

Montserrat, la madre de Triana, (una enferma de esquizofrenia paranoide de manual, que me lo ha dicho un amigo psiquiatra que de esto sabe un huevo), llegó a la conclusión que tenía que matar a doña Isabel. Para ella era la culpable de todos los problemas de su hija; de todos. Según su distrofia de la realidad, ella era la culpable de que su hija, joven, guapa y con futuro, se encontrase de pronto en la puta calle. Y la mató; ni más ni menos. No voy a entrar en los asuntos personales de doña Isabel y de Triana. Ahí, hermano, cada cual es cada cual y cada seis media docena. Ni yo ni nadie somos quienes para juzgar lo que ocurrió, si es que ocurrió algo, en los afectos de estas señoras, mayores de edad para hacer de su capa un sayo, o cien sayos. Triana se encontró, de pronto, sin el trabajo de su vida y su madre, simplemente, no lo entendió. Toda la culpa era, según ella, de Carrasco y estaba liberada, en su mente, para despacharla en un acto que recuerda mucho a los ‘paseos’ de nuestra guerra incivil. Montserrat es una enferma, con un mundo imaginario en el que los buenos y los malos están perfectamente definidos; y Carrasco era la mala, por lo que debía morir.

Quiero decir que la única culpable de esta fábula es Montserrat. Dudo mucho que Triana estuviera enterada de lo que su madre estaba dispuesta a hacer. Y dudo mucho más de que Raquel supiera algo. Porque, vamos a ver, si yo fuese cómplice de un asesinato, si yo tuviera la pistola en cuestión, lo primero que haría es coger el coche, ir a Vegas, acercarme al río y tirarla en los ‘Gabiones’, unos pozos más profundos que el infierno, y se acabó el conflicto. No la encontraba ni dios. Pero en vez de eso, que es lo lógico, al día siguiente voy a la comisaría y entrego la ‘pipa’ a la ‘madera’ para que me inculpen. Ni yo, que soy tonto de nacimiento, lo haría. Salud y anarquía.
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