15/01/2018
 Actualizado a 12/09/2019
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Acabo de hablar con un amigo que según me cuenta laboralmente ha tocado fondo, que cada vez que visita a un cliente se deja un cachito de la ilusión con la que emprendió su negocio, desciende un peldaño de los sueños con los que entró en la facultad.

Le llamé sin estar al tanto de esta situación, él que siempre había sido un optimista practicante. Reproduzco la conversación, que me dejó profundamente atribulado.

¡Hola, cómo estás! De pie, contesta lacónico. Bueno, hombre, eso es que vas aguantando…, le digo tratando de sacar la charla del drama que ya intuyo. Cada día menos, vuelve a sentenciar. ¿Qué me cuentas entonces?, le cedo la iniciativa. Que mañana me echan del local por no pagar el alquiler, resume resignado. ¡Joder, tú! ¿Y ahora qué?, no pude evitar la pregunta de moda. Ahora voy a ver el Madrid, que empieza en diez minutos, responde sin inmutarse. Quiero decir que si tienes otros planes. Hombre, claro, mañana a las nueve médico y a las once dentista y por la tarde he quedado con un amigo. Eso está muy bien ¿Y para el futuro? El jueves viene mi novia a verme.

¡No, hombre!, trato de hacerme entender: me refiero a largo plazo.¡Ah, ya sé lo que dices!, exclama resolutivo. Pero en eso no tengo ningún tipo de interés. Vamos, que no tienes ningún plan, matizo contagiado de su espíritu. Sí, sí, claro que tengo un plan, contesta airadamente, el de jubilación, concluye. Menudo plan…

Se me acaba la batería, guardo el móvil en el bolsillo y cuando trato de volver a caminar casi pierdo el equilibrio. Ya erguido y tieso como un cirio, miro al frente y me asusto al ver la cuerda floja. Al final tiene razón, pienso, no valen más planes que lo inmediato, pasito a pasito, del primer día a la jubilación, con una red debajo más agujereada a cada día. Y vuelvo a pensar cuanta razón tiene mi amigo, mejor no planear nada raro, no sea que acabe planeando contra el suelo.
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