14/08/2022
 Actualizado a 14/08/2022
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Mi dermatóloga me explica con minuciosidad científica a qué responde cada una de las alteraciones en mi piel: la edad, el sol y otros vicios dañinos son, según ella, las razones de su paulatina decadencia. Me receta un antibiótico temporal, una crema permanente y me recomienda que evite en lo posible las agresiones solares y que use para ello un protector de alto nivel. Antes de abandonar la consulta, se me ocurre comentarle que quizá sea la vida, sus dramas y sus venturas, la que ejerce un mayor e indefinido efecto sobre nuestras pieles, pues al cabo son nuestra primera coraza para lo uno y nuestro primer útil de comunicación para lo segundo. Naturalmente, me responde, con algo de ternura en su voz, que eso es poesía y que quizá debiera preguntar a otra especialista, una filóloga tal vez. Le digo que yo mismo soy filólogo y que quizá ése sea mi problema, una tendencia poco natural a rebuscar palabras en el vertedero de la vida y que, en ese hozar, la piel se me resiente mucho antes que otras vísceras mejor acomodadas en el cuerpo. En fin, nos despedimos cariñosamente, no vaya a ser que por este desencuentro disciplinar me aparezca otro lunar no se sabe dónde.

¿Quién soy yo para quitarle la razón a mi dermatóloga? Al contrario, cumplo escrupulosamente sus recomendaciones y procuro protegerme de la edad, del sol y de los vicios, si posible fuera. Sin embargo, persisto para mis adentros en que hay algo más que motivos clínicos en esta descomposición epidérmica. De hecho, cuando al llegar a casa contemplo en el televisor ciertas noticias del día, siento cómo la piel hierve, se brota y acaba poniéndose colorada, casi como cuando tú me miras. En cambio, superado ese trance, llegada la hora de acostarse, con el roce ligero entre pieles, sin ir más lejos, noto que mi piel se hidrata por sí sola, diría incluso que rejuvenece, se desviste de tumorcillos y se adormece suavemente. No sé, serás tú, será la luna o que no me entretengo con el vocabulario estéril de la vigilia…
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