09/04/2017
 Actualizado a 10/09/2019
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Mirando andaba Quevedo los muros de la patria suya y los hallaba desmoronados. Leves diferencias habría si esa mirada suya abandonase ahora la celda de San Marcos y se pasease por la ciudad que abraza la que fuera su prisión. Conde Rebolledo arriba vendría a toparse con restos maltratados de lo que dicen que un día fue muralla romana, y un poco más allá, entre las plazas de Riaño y de San Francisco, de bruces vendría a darse con una más bien ajada cerca medieval. Al otro lado, en la calle Carreras y en la avenida de los Cubos, notaría precisamente la ausencia de cubos. Por último, otros restos presentes y ausentes por doquier le confirmarían el valor que damos por estos páramos a las piedras.

Y lo que observamos nosotros con Quevedo es que al cabo las piedras merecen atención de acuerdo sobre todo con dos circunstancias: la semana santa y los escaparates. En el primer caso, los operarios municipales se afanan en arreglar para los fastos religiosos lo que durante las restantes cincuenta y una semanas del año se deja a la deriva. En el segundo, se impulsan paseos turísticos de cartón piedra o comisiones para convertir la ciudad en decorado cinematográfico. Es en suma lo que siempre se ha llevado por aquí: crucifijos y apariencias, que precisamente alcanzan su mayor expresión al unísono en la semana del fervor católico y de la limonada.

Sin embargo, hay piedras todavía que nos dan vida o que dan testimonio de nuestra vida, aunque suelan pasar mucho más desapercibidas que las ruinas públicas o que los artificios oficiales. Sin ir más lejos, el lapidario espléndido que reposa en los sótanos del Museo de León. Sobrecoge y estimula por igual el espíritu quevedesco, así en lo literario como en los ecos históricos que destila. Y su difusión honraría mucho más a esta ciudad que las campañas de propaganda sobre lo efímero y comercial con que se decoran las paredes del suburbano madrileño. Traerán bullicio a las calles, pero don Francisco preferirá regresar a su celda silenciosa.
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