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Perdiendo el rumbo

22/11/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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Cuando España estaba a punto de perder Cataluña, me he puesto reflexionar sobre el modo en que perdimos un imperio y los horizontes. Incluso los propios españoles nos sentimos confusos por la situación política y el descrédito que nos inspiran nuestros–es mucho suponer– representantes.

Entre los siglos XVIII y XIX, se desencadenó la Revolución Francesa. La primera declaración de los derechos del ciudadano, que no súbdito. Un nuevo régimen político, económico y social del que nada aprendimos mientras las colonias españolas, aborreciendo el absolutismo de nuestros reyes, se marchaban en cadena.

Más tarde, pasamos de largo por la Revolución Industrial; acaso Cataluña, cuyo ferrocarril Mataró a Barcelona fue un atisbo, mientras el recurso de España era la tierra y la semiesclavitud de los llamados «criados».

El Siglo de las Luces, ‘L’Enciclopédie’, de Diderot y Alembert, abrió las mentes a la ciencia y la laicidad. Mientras aquí debatíamos sobre el sexo de los ángeles, Inglaterra, era un hervidero de ideas –para los cursis ‘brainstorming’–. Pensadores como untal Adam Smith, David Ricardo, Malthus despreciaban el atesoramiento del vil metal porque, salvo la seguridad delos acaparadores, de poco o nada servía para la economía de un país. Tampoco la agricultura iba más allá; dependiendo de los elementos siempre daba lo mismo y apenas servía para garantizar la supervivencia. En conclusión, la riqueza de las naciones estaba en el trabajo humano y la producción para vender lo que se tiene y comprar lo que se precisa: el mercado, sin trabas, aranceles o límites de cualquier tipo. El liberalismo económico: «Laissez faire, laissez passer».

Visto desde aquí, hasta el campo languidece y malvive a costa de subvenciones. Ni siquiera los productos tradicionales nos pertenecen. El efecto del mercado consiste en importar, envasar y etiquetar, sin contrapartidas, porque poco podemos ofrecer. El declive de León ya no es un espejismo. La mano de obra falta por la despoblación y, por otra parte, porque tampoco hay dónde producir. La política autonómica de abandono es la que nos mantiene pero, a la vez, es la que nos hunde. Vivimos «entre el ser y la nada». Los ricos más ricos, los pobres más pobres. Y eso vale tanto para las personas, como para los territorios.
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