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Perder el mundo rural nos destruirá

12/10/2020
 Actualizado a 12/10/2020
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Me gusta mucho ese punto de ternura y cercanía que suele transmitir Jesús Calleja en sus programas, donde, a pesar de las movidas exóticas y las locas aventuras que se le ocurren, lo verdaderamente importante es la gente. Y casi siempre, las personas anónimas. Tiene mérito en la televisión actual, inflada de nombres famosos o pretendidamente famosos, de telerrealidades rocambolescas, de debates ruidosos que a menudo no conducen a nada, salvo al propio ruido, de bucles noticiosos que nos mantienen en perpetua alarma y nos dejan literalmente exhaustos al terminar el día. La realidad contemporánea produce, sin duda, un gran agotamiento, en particular la narrativa de esa realidad. Como he dicho otras veces, tenemos que salirnos de ese relato que nos acorrala, tenemos que romper amarras con las modas globales, con la tiranía mediática que nos dice lo que es importante y lo que no, lo que debemos pensar y lo que no. Todo eso simplemente sobra.

Cito a Jesús Calleja no sólo porque sea un personaje de nuestra tierra, sino por esa forma tan suya de quitarle hierro a los asuntos, por esa pasión por la autenticidad, por la montaña, por el mundo rural y por la gente que habita en él. Ya sé que, al inicio de esta nueva temporada, su programa con Fernando Simón causó no pocas polémicas. Pero no me refiero a eso ahora. Aunque es verdad que hay un interés en sacar al famoso (Simón, no sé si a su pesar, ya lo es) de su laberinto cotidiano y lanzarlo a espacios nuevos, alejados de ese universo prosaico de los atriles atribulados, los micrófonos y los despachos, tan poco propicios para la felicidad.

Puede que la política cambie cuando cambien los escenarios. No sé por que insistimos en rodearnos de cosas poco amables, pretendidamente más serias (la seriedad se suele confundir con la severidad, lo cual es un craso error), cuando lo lógico sería propiciar entornos alegres y distendidos, no sólo en el ocio, sino en el trabajo. Algunas empresas están empezando a hacerlo: un día comprenderemos que la productividad, el rigor, la calidad, y también el entusiasmo por lo que hacemos, tienen que ver con la alegría, no con esa cosa tan nuestra de considerar que algo sólo es verdaderamente serio cuando es incómodo, cuando implica mucho sacrificio, sangre, sudor y lágrimas. Sin duda, tenemos un pasado cultural que nos ha modelado muy profundamente, de tal forma que, si algo se disfruta, de inmediato es tildado de ocio, o de pérdida de tiempo, pero en ningún caso de actividad provechosa.

Calleja ejerce de perfecto descontextualizador con los famosos. Con los políticos, por ejemplo. Lo ha sido, de otra manera, el también muy conocido Évole, que sólo hacía entrevistas y debates en tabernas de barrio, y sitios así, sin protocolo, en vaqueros (al menos, él), lejos de las frías y previsibles liturgias de los despachos. En fin, parece ser que el cambio de decorado funciona. Salir de lo habitual, modificar los registros, llevar al entrevistado a lugares nuevos, son buenas técnicas, aunque no siempre pueden llevarse a cabo. De hecho, los políticos suelen cultivar esa tendencia monocorde que no se sale un milímetro del, digamos, attrezzo oficial, de tal forma que las imágenes y las palabras están siempre bajo control, rigurosamente pesadas y diseñadas, aunque no siempre con fortuna. La población valoraría más espontaneidad y autenticidad, pero imagino que, sobre todo en estos tiempos, donde todo está invadido, o infectado, por el marketing y la propaganda, sería tanto como pedir peras al olmo.

Como digo, son otros programas de Calleja los que de verdad me interesan. Esos en los que visita pueblos, más o menos remotos, y en los que se ve su propio disfrute, su propia autenticidad. Lo pensaba el otro día, en el estreno de su nueva temporada de ‘Volando voy’, ese formato en el que un vuelo en helicóptero logra sacar un caudal de emociones a gentes sencillas, completamente anónimas, que no necesitan la fama para nada, pero que, en realidad, muestran mucha más verdad y mucha más pasión que los que están acostumbrados a las luces de las cámaras y al fulgor hipnotizante de las pantallas.

Por supuesto que Calleja ha logrado ‘descontextualizar’ a muchos personajes públicos, llevarlos a las montañas o a los fondos marinos (como a Simón el otro día), pero en este caso el efecto es justo el opuesto: él es el descontextualizado, él es quien debe descubrir y entender el universo (a menudo en un entorno maravilloso) donde un puñado de gentes viven lejos de la gran ansiedad y el gran ruido del mundo. Y, por supuesto, esas gentes muestran con pasión infinita el lugar, hacen brillar sus tareas cotidianas, hablan de sus sueños, de lo que perdieron alguna vez, de sus muertos, de sus ilusiones tantas veces cercenadas, de la felicidad de un camino entre árboles, de cómo la realidad ha cambiado, aunque ellos luchen por preservarlo todo tal y como lo conocieron. Tal y como un día sus antepasados se lo entregaron.

El viaje en helicóptero es, en fin, el punto culminante. Apegados a la tierra, por primera vez se elevan sobre el lugar en el que han nacido o vivido durante muchos años. Desde lo alto, con entusiasmo y no sin cierto temor, señalan el territorio que conocen, identifican las señales de su universo. En ocasiones se trata de lugares casi olvidados, o alejados de todo, que cobran de pronto una fuerza extraordinaria. No son pocos los que lloran. Hay un punto de grandeza, de gran belleza, en ese viaje cargado de ternura sobre la piel del territorio doméstico.

Uno de los grandes valores del programa, además de la autenticidad, está en ese perfecto balance entre lo trascendente y lo humorístico, entre lo profundo y lo pragmático, entre la emoción y la alegría por lo inmediato. En el fondo, así son los ingredientes que componen la vida. No es la única emisión que pretende, de alguna forma, descubrir lo escondido, llevar a las pantallas lo olvidado. Pero sí es mi favorita. En lo de Calleja creo detectar esa voluntad de preservar un mundo que conoce bien, que no querría que desapareciera jamás. Los que somos de aquí sabemos bien de lo que habla.

Sabemos que este es un mundo que agoniza, como dijo Delibes hace… cuarenta años. El mundo rural se muere, como se mueren las abejas (explicaba Calleja, en un programa anterior sobre Las Hurdes). Y con su muerte, se va una forma de vida, se van aquellos caminos que nos llevaban a la escuela, y los árboles inmensos en los que nos encaramábamos. Esa pérdida nos destruirá. Un día ya no muy lejano, desde los helicópteros, sólo podremos ver un mundo deshabitado que ya no reconoceremos como propio.
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