Imagen Juan María García Campal

Pequeños grandes olvidos

13/12/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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Todos sufrimos olvidos: pequeños y grandes. Aún así, y sin querer que la epidémica desmemoria me sirva de disculpa, servidor los que más teme son los pequeños grandes olvidos. Mas, como procuro no juzgar las intenciones –no es bondad, es igualdad o, mejor, deseada reciprocidad– sino tan sólo los actos, vengo a pensar que quizás los padezca arrastrado por la pertinaz confusión de los días y sus cosas: las planeadas, las imprevistas o las recurrentes. De esta manera, acaso porque me vea cegado por las más comerciales que festivas luces o quizá porque ande desorientado por las recias tempestades de patriotismo de varia extensión territorial (a veces simple localismo de boina a rosca), o porque tal vez vaya abrigado en exceso de regios, históricos y apolillados mantos, o, probablemente, embebecido con caballerescos griales varios; de este modo, digo, siento cómo, más de una vez, se me escapan las duraderas malas conciencias del fugaz tiempo presente. Y, todo ello, no mientras vivo grandes venturas y alegrías, no, sino mientras veo oscurecerse el futuro de las nuevas generaciones y resisto el que considero lamentable presente, eso sí, fatuamente enorgullecido de pasados ajenos (aquí sí algún desinteresado me corregirá ajeno por colectivo), tal que fuera descendiente de alguna regia dinastía (cosa ésta nada verosímil por simple probabilidad estadística), y, más, cuando bien sé que, con excesiva frecuencia las luces de artificio, las patrias, los regios armiños, los caballerescos griales y los gloriosos pasados se encuentran entre los más acreditados, con perdón, engañabobos o engañanecios.

Y todavía así, durante estos pasados días, en mis heladores y festivamente iluminados paseos nocturnos, ni por un segundo recordé a los congéneres que en noche cerrada y mar inmenso intentan alcanzar las costas de esta Europa de mercaderes. Y aún así, mientras leía o comentaba misivas reivindicativas del origen del parlamentarismo, ni por un segundo tuve presente que en Libia –para vergüenza de la muda Europa– se venden inmigrantes subsaharianos como esclavos. Y así, mientras contemplaba la oportunista roja y amarilla fachada del Parador de San Marcos, ni por un segundo me acordé de las eufemísticas «expulsiones en caliente» que hace esta patria mía y no son más que expulsiones ilegales.

¿Estaré dejando de ejercer ese derecho humano, reclamado en su día por Saramago, de disentir? ¿Cómo no preocuparme de los pequeños grandes olvidos? ¿Qué sería de mí sin los poderes públicos y ustedes?
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