21/05/2017
 Actualizado a 10/09/2019
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Salgo de casa suspirando por que el ascensor no se pare en el piso en el que vive ese vecino que quiere que publique la singular vida sexual del pedáneo de su pueblo, pastor para más señas. En la calle, miro a los lados y elijo la ruta que evita el kiosco en el que ese kiosquero me vocea siempre que cobra muy poca comisión por vender periódicos. Cambio de acera al ver que me voy a cruzar con ese pescador que ya me ha contado tantas veces que me tengo que hacer eco de que el desembalse incontrolado de los pantanos deja sin alimento a las truchas. Finjo que me están llamando al móvil cuando aparece un escritor que me regaló su última novela y, a pesar de ello, me agarra por el brazo y me la resume en lo que sólo a él le parece «a grandes trazos». Me suena de verdad el móvil para contarme una noticia que «te interesa», y lo que al parecer me interesa es la actuación de la hija del que me llama en la fiesta de fin de curso de su colegio. Se despide con un «anda, si no contáis más que mentiras». Voy a mi bar de cabecera pero a través de los cristales veo a una funcionaria municipal que siempre me dice que publique lo poco que trabaja la gente en el Ayuntamiento, aunque a ella siempre la veo tomando café. Busco otro bar y por el camino esquivo a un compañero del instituto que, cada vez que me ve, me pide entradas para la Cultural y luego añade que «la última vez que me las diste no fui: son unos mataos». Me esquino en una barra desconocida pero me ve un entusiasta de nuestras costumbres más arraigadas y me pide que publique les han quitado todas las ayudas públicas «porque hay mucho mamoneo en la Diputación, pero mi nombre no lo pongas, ¿eh?». Obviamente, circunvalo la feria del libro y me he autoimpuesto una orden de alejamiento de Plaza del Grano. Quedo con un pelma de manual al que llevo evitando demasiado tiempo y por el camino me atrapa otro pelma de guardia que se ofende porque tengo prisa. «Como no soy de tu cuerda...», me dice, y me quedo pensando cuál será mi cuerda. Soporto una intensa sesión sobre la programación de la semana cultural de su pueblo («tienes que ir venir este verano y cuentas cuatro pijadas») y aparece un tipo al que conozco vagamente: «¿Pero qué te he hecho yo? Está la gente ofendidísima porque no habéis sacado nada de mi última exposición». Desde luego, veo conmoción en las calles. El teléfono sigue sonando. El escándalo de los seguros en los cotos de caza es lo que ahora me «interesa». La siguiente llamada tiene que ver con la concentración parcelaria en la montaña occidental y «a ver si te mojas, que sólo ponéis lo que os mandan los políticos». A mi paso sale un tendero que me pide que le mande las fotos de su sobrino en la grada del Ademar «no sé si de este año o del anterior». 143 whatsapp sin abrir. En el portal un hombre me entrega un artículo de opinión, me pide que lo lea allímismo y me pregunta que cuándo va a salir. Le respondo con un cortés «ya veremos» y reacciona como si hubiera cortado de raíz su libertad de expresión y todos sus derechos como ser humano. Se va sintiéndose censurado y feliz por poder contarlo. En la redacción me esperan dos pelmas para contarme, a la vez, más noticias que me interesan. Me encierro en el baño. Uno de ellos llega hasta allí y me suelta un «sé que no es el momento, pero...». Luego ya me pongo a trabajar.
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