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Pedro y Pablo, que juegan al tenis

15/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Me acabo de pasar más de cuatro horas viendo la final de Wimbledon, sobre las verdes praderas del edén inglés. Como muchos de ustedes, a buen seguro. Mi admiración por el esfuerzo increíble de los tenistas es absoluta, y también el regalo que supone una tarde de domingo contemplando esa hierba, un tanto perjudicada, hay que decirlo, del All England Club. Querría, ya de paso, que los ingleses volvieran a ser los maestros del cuidado del césped, como lo fueron antaño, pero se ve que con esto del Brexit todas las cosas que suponíamos que eran verdades muy verdaderas empiezan a desmoronarse.

Bromas aparte, lo cierto es que esta larga tarde de tenis en la que Federer por un lado y Nole por otro se repartían juegos una y otra vez, sin aparente final, me ha recordado, cómo no, a la política contemporánea, aunque esta última ofrezca mucha menos emoción y finura de estilo, todo hay que decirlo. Sobre todo, me ha recordado a la política de este país. Otro de los grandes entretenimientos televisivos, por cierto, como ya hemos escrito aquí en otras ocasiones.

Llevamos semanas desde las elecciones generales, y alguna menos desde las otras elecciones, y lo cierto es que el panorama político se ha enquistado de nuevo, convirtiéndose en un laberinto aparentemente sin salida. Este toma y daca, semejante por su insistencia a la final de Wimbledon, no tiene, sin embargo, un ‘tie break’ en perspectiva. Pero algo tendrá que pasar para que se desate el nudo, para que al final pueda constituirse un gobierno e investirse a un presidente. ¿Quizás una repetición de elecciones? ¿Quizás un giro inesperado de los acontecimientos en el último momento? Pues vaya usted a saber. Porque la realidad es que nada se sabe, aunque aparentemente hoy se sabe todo. En la edad de la información masiva apenas conocemos qué sucede a nuestro alrededor. La política se ha vuelto críptica y extraña. También áspera e inconfortable. Y, sobre todo, confusa.

No soy de aquellos que creen que haya que darse prisa en formar un gobierno (lo importante es que se haga bien), pero tampoco parece lógico que las posturas se hayan enrocado hasta este punto, sin saber nunca muy bien cuáles son las verdaderas razones, aunque las sospechemos. Ya nos han dicho, a modo de disculpa, que el panorama político actual es complejo, debido a la fragmentación de las derechas y la falta de acuerdos por la izquierda (fragmentación, también, después de todo), pero eso es tan normal como cualquier otra cosa. No podemos decirles a los ciudadanos que votan mal, o que deberían votar de otra manera. Se supone que, ley D’Hont por medio, los ciudadanos votan lo que les parece, y el resultado es complejo porque la realidad es compleja, y porque seguramente lo que piden es que se establezcan acuerdos matizados por los partidos pactantes, acuerdos que tendrán que llegar desde los necesarios consensos, la esencia de la política.

Ese juego de servicios directos y de restos sobre la línea lleva instalado en la política desde hace semanas, y tuvo ya otras ediciones en la época de Rajoy, como seguramente recordarán. Probablemente tendremos que enfrentarnos a situaciones así en el futuro. Las mayorías absolutas, según muchos, y quizás para bien, ya no son posibles, y pasará mucho tiempo antes de que volvamos a ver alguna. Yo no afirmaría cosas tan rotundas, hablando de política. Pero es cierto que la coyuntura multipartidista así parece indicarlo. Hay grandes ventajas, a mi entender, en las posiciones políticas matizadas y consensuadas, pero si lo que se produce en un intercambio de golpes continuo, sin aparente final, lo único que se logra es el bloqueo y la parálisis.

En esas estamos, sin saber quién va definitivamente a romper el servicio al otro, o quién va a encontrar un punto de break. En esas estamos en este partido infinito que al parecer juegan en la pista central Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, aunque me temo que no son los únicos. Creo que fue Carmena la que dijo el otro día que los ciudadanos son infinitamente mejores que los políticos. Bueno, habrá de todo, podríamos decir, pero lo que es obvio es que los políticos son también ciudadanos, eso no debe olvidarse. Ante todo, y antes que políticos, son ciudadanos. La capacidad de representación que se han ganado, ya que en eso consiste su papel, debería insistir más en la búsqueda de empatías que en forzar la mano del contrario. No es esto una lucha de egos, no debería serlo, sino una búsqueda de sinergias que hagan la vida mejor al ciudadano que representan, pues la misión de la política no es otra que buscar lo mejor para la gente.

El desencanto y la desafección crecen con estas cosas. Se diría que la bronca, el pensamiento amargo y la tensión permanente se han instalado en este país, sobre todo como única forma de relacionarse en política. Me pregunto si tiene que ver con un cierto encabronamiento social, dicho sea sin ofender, ya que hay síntomas de que hoy se vive más con el dedo acusador y la desconfianza hacia el otro que con la comprensión y el diálogo. Cuando en la convivencia se instala el recelo y la bronca (y las redes sociales nos dicen mucho de esto), mal asunto. Para empezar, deberíamos acostumbrarnos a no encastillarnos en nuestras posturas como si fueran las únicas posibles, como si hubiera verdades absolutas que hay que aceptar, velis nolis. El relativismo obliga a cierto encaje de bolillos, claro, pero es que es necesario no dejarse dominar por las ingenierías mediáticas, ni por las propagandas autoritarias, y mucho menos por el maniqueísmo interesado, como muchas, muchísimas veces, hemos escrito aquí. Somos bastante más complejos que esa dicotomía tantas veces pueril entre el blanco y el negro. No: también hay grises. Hay que defender la razón y la conversación, y sobre todo la importancia de los matices en todas las cosas de la vida.

No son pocos los analistas, y los ciudadanos anónimos, que han concluido ya que vivimos un momento de endeblez política. O, dicho de otro modo, de escaso nivel en el debate. Cada día leemos columnas que se quejan de los egos imperativos, de esa manía, más habitual de lo que parece, de considerarse imprescindible, y, sobre todo, de cómo la política se ha convertido en su propio objeto de deseo, de tal forma que nos llega una narrativa repetitiva de idas y venidas, a menudo plagada de frases infantiloides o mezquinas, de líneas rojas por aquí y por allá, convirtiendo la tensión y el lenguaje desabrido en algo cotidiano. Hay una especie de hinchazón de liderazgos. Así que ahí seguimos, en el partido interminable, hasta que el cuerpo aguante.
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