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Pececillos de plata

08/05/2022
 Actualizado a 08/05/2022
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Hay a quien le dan un asco de morirse pero yo siempre he sentido mucha simpatía por los pececillos de plata. O por los Lepisma, si nos ponemos serios con su nombre científico. Bajo este género se agrupan unas especies de insectos que están entre los más antiguos de la Tierra. Se calcula que llevan en el planeta más de 400 millones de años y poco ha cambiado su apariencia desde entonces: pequeños, nocturnos, huidizos y con un reflejo metálico del cual les viene el nombre.

Aunque en algunos casos se les considera una plaga, lo peor que suelen causar es que se coman páginas de libros. Lo cual, en según qué títulos, es hasta una bendición. Pero, por lo demás, ellos están ‘a su pedo’ y no quieren de nosotros más que nuestra piel muerta y nuestra suciedad.

Cuando vivía en León y me levantaba por la noche al baño les veía por ahí escabullirse al encender la luz. Salvo un par de crueles experimentos con típex que prefiero ocultar en el cajón de la vergüenza, no interactué con ellos. Pero cuando fui a Madrid descubrí una cosa: la misma noche que formalicé la matrícula en la universidad salí a dar una vuelta y flipé con lo que me encontré en los suelos septembrinos de la capital: toneladas de cucarachas emergiendo de las alcantarillas y ocupando la acera como si fuera suya (lo cual era cierto: toda la ciudad era de su propiedad). Después, cuando empecé a vivir en infraviviendas y a compartirlas con los blatodeos, comprendí otro concepto: el de nicho ecológico. Las asquerosas cucarachas preferían el calor madrileño, que unido a la cochambrosidad de algunos inmuebles hacía una combinación perfecta para que fuesen tus compañeras de piso. En cambio, en León ese hueco del ecosistema lo ocupaban los simpáticos pececillos.

Yo mismo me he sentido fuera del biotopo debido a las condiciones ambientales. Aquella misma vez de la matrícula de la universidad, me dio un golpe de calor o una pájara, sabe dios lo que fue aquello. El caso es que estuve en cama en casa de mi tía Lucía, agonizando por aquellas elevadísimas temperaturas a las que mi organismo no estaba acostumbrado. Muchas veces me he sentido como un Lepisma al que le sacan de su elemento y lo sitúan en una ciudad monstruosa, en la que caminas por la calle en junio y parece que han puesto un secador gigante. Y donde hay que pelear con otros insectos mucho más grandes, resistentes y evolucionados que tú por conseguir un pedazo de porquería que echarse a la boca.
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