21/02/2021
 Actualizado a 21/02/2021
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Lo más parecido a esta peste o pandemia que nos está amargando a la humanidad, con miles y miles de muertos diarios, es, permítaseme el paralelismo, como una guerra mundial. Pero, en cuanto a extensión y magnitud, afectando no de modo relativo, sino absoluto. Y, también, a diferencia de la primera y de la segunda guerra mundial y cuantas en el mundo han sido a lo largo de los siglos, en este caso el enemigo es un virus que ataca no a una parte concreta del mundo sino a toda la humanidad. Pero hay grandes diferencias. Los ataques de las pestes o pandemias no se centran en las trincheras, ni son causa de enormes destrozos sino en los hospitales. El enemigo de la humanidad es unente invisible que maniobra oscuramente y sin miramiento. Eso hace que la parte atacada muestre todavía una gran ignorancia y desconcierto, a lo que se unen comportamientos contradictorios, egoístas e irresponsables.

El 15 de julio de 1944–justamente el día que salí del vientre de mi madre– una frágil muchachita judía, de 15 años recién cumplidos y ojos vivarachos, escribía desde Amsterdan, en un oscuro desván habilitado como escondite, estas palabras para su diario que bien podrían servir de premonición a lo que está ocurriendo: «Veo como el mundo se va convirtiendo poco a poco en un desierto. Oigo cada vez más el trueno que se avecina y que nos matará, comparto el dolor de millones de personas y, sin embargo, cuando me pongo a mirar el cielo, pienso que todo cambiará para bien, que esta crueldad también acabará, que la paz y la tranquilidadvolverán a reinar en el orden mundial». La niña precoz se llamaba Ana Frank. Veinte días después de haber escrito estas palabras sería arrestada junto a su familia por la Grüne Polizei y posteriormente transportada a Auschwitz y Bergen-Belsen, donde desaparecería para siempre en una fosa común entre finales de febrero y primeros de marzo de 1945.

En este juego de desesperación y de esperanza –hoy fijada ésta última a través de la vacunacontra la Covid-19– se ha desarrollado la humanidad desde que el hombre entró en la historia, y todo hace pensar que así habrá de transcurrir en el continuo devenir mientras el hombre exista hasta el fin de los siglos, salvo que alguna providencia divina o humana lo remedie.

Si el pavoroso y devastador maremoto de Lisboa, a las nueve de la mañana del 1 noviembre de 1755, con los templos llenos de fieles por ser el día de Todos los Santos, sembró la desconfianza en la providencia divina al permitir tan atroz castigo sobre fieles víctimas inocentes; Auschwitz, como prototipo de exterminio en los campos nazis, truncó la esperanza en el hombre, que como sucedáneo de la desconfianza en Dios vino a ocupar los aposentos divinos. Después de Auschwitz y de una peste como las anteriores, la actual y las que sin duda vendrán, ¿en quién confiar?, ¿dónde centrar la esperanza?, –la ‘cochina esperanza’, que diría Sartre– ¿a quién culpar de la existencia del mal en el mundo? «Mísera humanidad, la culpa es tuya», dijo Goya pintando sobre la guerra. El hombre está desconcertado, desamparado y temerosos de lo que han sido y son sucesivas e inevitables otras masacres: atentados suicidas como ‘guerras sin rostro’, epidemias, tsunamis, terremotos, ciclones, tempestades, etc,, con un saldo de inocentes víctimas.

El miedo, incluso el pánico, nos vuelve a rodear como a los hombres primitivos. El confort de la civilización no puede desterrarlos, intentamos engañarnos con su ayuda, pero esto lo conseguimos sólo de modo temporal y fragmentario.
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