31/01/2015
 Actualizado a 11/09/2019
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Ha templado la tarde y salgo a caminar, entre aturdido y voluntarioso, por los campos que me rodean, con un letargo envuelto en graznidos esquivos y cuchicheos de ramas desnudas. Las recientes nevadas han dejado tras de sí una sensación de invierno inconcluso y una congoja sin nombre. El cielo oscurece rápido, aunque se quiere distinguir en cierta demora el atisbo de esa primavera inexorable que aún tardará en decepcionarnos. Los pasos buscan apoyo firme en medio de suelos embarrados o crujientes, de blancos engañosos y resbaladizos pardos, casi negros. Hay extensiones que aún permanecen vírgenes con una blancura inerme, extraña en su recién adquirida condición, a menudo hollada por infinidad de seres que han dejado vacíos escrupulosos como testimonio de su paso. Cuánto gozo habría en saber qué animales pasaron por aquí, en conocer por qué lo hicieron, hacia dónde se encaminaban, huyendo aprisa o sigilosos al acecho. Una sabiduría de dioses y augures. Sus pisadas garabatean notas de una melodía exacta que musita dramas que no es dado conocer a los hombres. Este debe ser el placer de los bosques sin senderos y la compañía en la que nadie se inmiscuye a los que aludió aquel inglés muerto en Grecia…

De nuevo en la carretera, me parece notar nuevos cuarteamientos en su superficie, nuevas exigencias de la tierra sepultada bajo ella. Si el tiempo se comprimiera, el asfalto restallaría tal vez como una hoja seca, saltaría como una rama que chasca en mil pedazos, como el charco helado que se ha formado a su vera cuando lo piso sin darme cuenta. Pero el tiempo nos aferra sin esas misericordias.

Por un camino escoltado de árboles que afiligranan el firmamento, topo con el cementerio. No me resisto a mirar por la cancela; nadie se resiste. Las tumbas de los pueblos donde vive gente anciana abundan en flores frescas. Las losas están limpias y no hay nieve ni barro en la entrada. El aire se apacigua en esta alta explanada y apenas se escucha nada. Dan ganas de aullar.
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