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Partido de ida y vuelta

22/04/2019
 Actualizado a 12/09/2019
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Mucho me temo (y bien que lo lamento) que el Día de Libro vaya a pasar este año un poco desapercibido. La campaña electoral se ha metido por medio (como ocurrió con la Semana Santa), y si ya la cultura lo suele tener difícil, ante el morbo del debate (¡de los dos debates!) creo que lo literario va a quedar, como las bicicletas, para el verano. Y todo ello por la nueva atracción de la política (no diré atracción fatal, pero al menos sí atracción). En los últimos artículos he comentado aquí cómo la televisión ha incorporado a los políticos y a los tertulianos que hablan sobre ellos al universo del entretenimiento, quizás porque ha descubierto que hay algo en la nueva política (la que al parecer ya no se basa en el bipartidismo) que atrae con pasión a la audiencia. Tal vez esté relacionado con estos tiempos de tensión continua, de vértigo imparable, que caracteriza a todos los ámbitos de la sociedad. Hay motivos para pensar, por ejemplo, que el debate de esta noche en la televisión pública y el de mañana en Atresmedia, tras varias idas y venidas un tanto surrealistas, van a atraer a una audiencia numerosa, y más aún si tenemos en cuenta que el número de indecisos, a día de hoy, se acerca al treinta por ciento. No me extraña que los debates hayan ocasionado tanta polémica. Resulta que sí son importantes, aunque no sé si serán decisivos.

Recordarán que el asunto de debatir ha pasado por varias etapas en los últimos días, particularmente después de que la Junta Electoral Central concluyera que Vox no podía formar parte de ellos, incluyendo el ofrecido por la cadena privada. Así que desde ese momento el debate preferido por el candidato Sánchez dejó de diferenciarse del que proponía la televisión pública (que desde el principio estaba fijado entre los cuatro principales partidos), y al que tan sólo unas horas antes había declinado acudir el líder socialista, dicen que por motivos puramente estratégicos. Todo ello nos condujo, como sin duda conocen bien, a uno de los episodios más sorprendentes de la campaña, ya de por sí larga (viene de lejos, muy lejos), y más bien rarita, caracterizada por un turbión de expresiones poco amables, un lenguaje duro y crudo las más de las ocasiones, un predominio de ese maniqueísmo simplón e impostado, que tanto se lleva ahora, y una tendencia a enredarse más en las acusaciones mutuas, en los enfrentamientos casi personales, que en las discusiones sobre cómo hacer mejor la vida de los ciudadanos y cómo lograr que sean más felices, que es, después de todo, de lo que se trata. El lenguaje hirsuto se elevó sobre los contenidos, se impuso a los mensajes, y pronto transmitió a la ciudadanía la sensación de que había una notable hostilidad en el ambiente, un aire de tormenta, quizás provocado por la escasa diferencia entre algunos partidos en las expectativas de voto.

Por eso, les aconsejaría que no fueran tan optimistas sobre este milagro, o más bien esta carambola, que ha permitido que, de pronto, nos encontremos con dos debates en 48 horas, algo que nunca había sucedido y que toda esta deriva surrealista algo habrá contribuido a propiciar. Ya saben que en las campañas electorales los partidos, sus líderes y asesores, miden y pesan cada uno de los ingredientes como si fueran boticarios, comprueban todos los movimientos, o al menos eso dicen, y llegan a conclusiones incontestables sobre lo que conviene y lo que no. Todo es pura estrategia, claro está. Más científica que la lectura de las vísceras de las aves, de eso no tengo duda, pero no tan eficaz de cara al público, como se ha visto en esta ocasión. Porque convendrán conmigo que, gozando de una ventaja como la que le dan todas las encuestas, el candidato Sánchez no necesitaba meterse en este inexplicable jardín catódico, por mucho que hubiera aceptado el debate inicialmente propuesto por Atresmedia, en el que Vox estaba incluido. Era obvio que todos los demás, a izquierda y a derecha, aprovecharían esa especie de confusión, esa contrariedad mostrada por Sánchez, algo que presentarían como una debilidad, como de hecho ha sucedido.

Lo cierto es que las circunstancias nos han llevado hasta aquí, y aunque soy partidario de los debates, en todos sus formatos (no sé si obligados por ley, porque una democracia no debe apoyarse siempre en medidas prescriptivas: para eso está la madurez política), lo que vamos a ver es una especie de confrontación dialéctica de ida y vuelta, como si fuera una eliminatoria de la Copa del Rey, pero con poco descanso por el medio. No creo, sin embargo, que nadie resulte eliminado. Hay opiniones para todos los gustos, pero la mayoría coincide en que será Sánchez (y tal vez esto explique su aparente falta de entusiasmo por el formato en esta ocasión, o la de sus asesores) el que tendrá que jugar a la defensiva, sobre todo frente a eso que se ha dado en llamar el bloque de la derecha. No es que un debate (o dos) sea una panacea, pero ahora mismo estamos seguramente ante los dos actos definitivos de la campaña. La televisión impone su fuerza indiscutible, su presumible influencia, y en medio de la dureza de unos y el perfil bajo de otros, los debates de TVE y Atresmedia obligarán a los candidatos a mostrar su capacidad dialéctica (es lo mínimo que se le pide a un político), su temple, su altura de miras, su conocimiento de los asuntos y su voluntad constructiva.

Como dijimos la pasada semana, cuando aún no se sabía que terminaríamos asistiendo nada menos que a dos debates consecutivos en apenas unas pocas horas, no hay mejor manera de evaluar las capacidades de los líderes que se presentan para dirigir un país (los mítines no sirven en absoluto para eso) que la conversación ante los votantes. Hay países en los que debaten en teatros, ante el público, en lugares diversos. Y, sobre todo, no hay mejor manera que la confrontación dialéctica para comprobar si al fin surgen ideas renovadas e inteligentes, o si, como está sucediendo con increíble reiteración, asistiremos otra vez a un carrusel archisabido de expresiones de manual o de argumentario, eslóganes previsibles, mensajes harto precocinados, y a esas refriegas puntuales que buscan marcar bien los límites entre unos y otros, sobre todo antes de que llegue el tiempo inevitable de los pactos. Los debates que hemos visto estos días (en la pública, en La Sexta) no auguran grandes cosas. Así que el optimismo ante esta noche y mañana sólo puede ser, como mucho, moderado. No basta con la normalidad: es necesaria la brillantez.
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