04/06/2023
 Actualizado a 04/06/2023
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He vuelto a París para reencontrarme con mis amigos: con Christophe, con Christine, con Françoise, con Julie… París sólo fue el decorado, todo lo vistoso y sugerente que se quiera, pero no lo sustancial. Si alguna vez lo fue, tal vez eso ocurrió en nuestra imaginación, en nuestros ensueños jóvenes. Luego, cuando se hizo material, fue tomando cuerpo en otros cuerpos sucesivos y ya nunca más fue esa ciudad grandiosa sin esa otra corporeidad adquirida gracias a la amistad. Y al amor. Tanto es así que no necesita uno distraerse por sus calles para sentirlas si la compañía lo llena todo, porque París es sólo una metáfora, un espacio singular donde habitan sentimientos compartidos. De hecho, sentado hace unos días en una terraza de Salamanca con mi buen amigo Jósean, pensé por un momento que aquello era Saint-Germain-des-Prés y que el Cafetín Scherzo bien podría haber sido el Café de Flore. Porque me sentía muy acompañado. Lo mismo me ha sucedido otras veces en Burgos paseando con Henar o con Capi por la ribera del Arlanzón, como si de una rive gauche se tratara. O cuando gustaba de viajar a Soria y me entretenía por la Alameda, como quien deambula por el Jardín de Luxemburgo, mientras aguardaba entonces la llegada de Isolda, de Javi, de Cristina, de Ana… cada cual a su manera y en su mismidad. Valgan, en fin, para ilustrarlo, estos nombres y estos lugares corrientes sin entrar en el coro de cámara más próximo y eterno, sobre quienes mucho habría de contarse. Como decía el escritor Ray Loriga: «la amistad tiene mucho en común con el amor. Es un regalo que nos hacemos a nosotros mismos».

El caso es que ese sentimental podrido volvió a recorrer las calles del viejo París, en plan canción de Solera, mientras en España supuraban las urnas su resultado electoral y otros daños. El paseo culminó, inevitablemente, en el altar de dios Gainsbourg, rue Verneuil, que pronto será visitable para mayor gloria del turismo asiático. Ya sólo quedará entonces el refugio en su tumba de Montparnasse.
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