29/02/2020
 Actualizado a 29/02/2020
Guardar
Ayer me contaba una amiga que en las farmacias se han agotado las mascarillas. Nunca he sido una persona previsora, así que hoy me he despertado pensando que, si termina por desencadenarse una pandemia, como contempla la OMS, es muy probable que el coronavirus entre en mi casa, a no ser que busque mascarillas de contrabando. Claro que, como me ha recordado mi marido, siempre nos quedará internet. Ganas tengo de sufrir por adelantado. Amazon o las parafarmacias virtuales podrán rescatarnos.

La verdad es que hasta hoy no he sentido alarma alguna en mi pequeño mundo. Últimamente estamos tan acostumbrados al sensacionalismo que el coronavirus me parece un invento más de los poderes fácticos para mantenernos distraídos. No es que no crea en su existencia ni es mi intención frivolizar con la enfermedad. Siento enormemente las víctimas que ya se ha cobrado como siento cualquier muerte, ninguna nos es ajena, pero realmente no es la peste, ni nosotros vivimos desprotegidos o en una situación inmunológica medieval. Si el coronavirus llega a atacarnos, creo que sabremos plantarle cara como a cualquier gripe común, tal vez con un poco más de inquina debamos combatirlo, pero sin perder el rumbo. No es mucho más peligroso que un virus común, según la comunidad científica, de ahí el asombro por tantas cuarentenas, noticias y máscaras. Aislamientos. Burbujas. Es lo que tiene ser un desconocido. Vivimos en un mundo que no acepta nada que no viva controlado. Eso o nos mantienen engañados por no desatar el pánico; sin embargo, mientras el coronavirus sigue viajando, la inflación se dispara, también sube el paro y una crisis aguda planea sobre nosotros como otro extraño virus, pero más realista. Cada quien elija su protección si puede. «La persona más segura está en guardia incluso cuando parece estar a salvo», Publio Siro dixit. Pero recuerden que es triste vivir así e imposible salvarse de todo.
Lo más leído