Para siempre

Por Mario Paz González

24/08/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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«Un éclair... puis la nuit! — Fugitive beauté
Dont le regard m’a fait soudainement renaître,
Ne te verrai-je plus que dans l’éternité?»

(C. Baudelaire)

La vi pasar mientras esperaba que dejase de llover refugiado en el portal del edificio donde estaba la redacción del periódico. Emergió de pronto, como una aparición en medio del tráfago urbano, caminando entre una multitud tan sombría como la luz que caía aquella tarde sobre la ciudad. Apenas había podido verle el rostro, pero me sorprendió su seguridad, con la melena roja al viento, sorteando la inextricable maraña de paraguas ondulantes, cuyas varillas amenazaban con cegar, incluso, a los viandantes más osados. Decidí seguirla porque parecía que la lluvia había amainado un poco y porque no tenía nada mejor que hacer. También porque, lo reconozco, me había provocado curiosidad aquella actitud resuelta y despreocupada. Además, tampoco me esperaba nadie en el apartamento, salvo Osiris, mi gato, al que, previendo mi tardanza, algo por otro lado bastante habitual, había dejado doble ración de comida.

La veía caminar ligera, escurriéndose entre el lento remolino de gente que se desparramaba por las avenidas a aquella hora, sorteando a los otros peatones que emergían súbitamente a su alrededor con la agilidad propia del corredor habitual o del que está acostumbrado a dar largas caminatas.

Llevábamos un buen rato deambulando a través del intrincado dédalo urbano, cuando me di cuenta de que nos estábamos alejando cada vez más de las enloquecidas avenidas del centro, dejando atrás, también, el ensordecedor estruendo de los vehículos y las construcciones y el lento remolino de gente que se desparramaba a aquella hora de vuelta del trabajo.

A medida que la masa de peatones se había ido diluyendo, su imagen se perfilaba cada vez más nítida. La silueta recortada en la ambarina claridad de la tarde, aquel andar ligero de pasos ágiles y rápidos, las piernas largas, el cuerpo armonioso y firme, el aire mesando la densa melena roja, que se deslizaba sobre los hombros, ondulante… Pensé que debería abordarla si realmente quería averiguar su nombre o su ocupación, pero, ¿cómo hacerlo sin parecer un loco o, peor aún, un pervertido? Sería todo demasiado extraño, así que decidí que era preferible ni siquiera intentarlo.

Entonces la vi entrar en un café restaurante y me abalancé tras ella sin saber muy bien por qué, ni qué hacer o qué decir si se presentaba la ocasión que, sin duda, aquel espacio acotado podría favorecer.

Crucé la puerta y miré en todas direcciones incapaz de localizarla hasta que, de pronto, escuché una voz suave a mi espalda.

– Perdona, ¿no eres tú el que escribe esas columnas tan ocurrentes en la última página del periódico? Las leo a diario.

Me volví, confuso.

– ¡Vaya! –contesté un poco turbado–, así que eras tú...

No podría decir qué le hizo más gracia, si mi turbación o mi estúpida respuesta intentando parecer gracioso. El caso es que pedimos algo y nos sentamos en una de las mesas del fondo.

Poco a poco el ambiente se fue llenando con palabras. La conversación fluía espontáneamente, al principio de forma más torpe y banal, temas generales, el tiempo, noticias escuchadas en la televisión o la radio, alternando con breves silencios incómodos… Aunque no tardamos demasiado en dar paso a nuestras aficiones y, sin saber exactamente cómo, empezamos a desgranar nuestras vidas escuchándonos a nosotros mismos como desde fuera, quién sabe si con cierta incredulidad por aquella especie de confesión imprevista. En algún momento nos percatamos de que en la calle ya había oscurecido por completo. Fue entonces cuando ella propuso cenar juntos.

Aquel mismo restaurante, una botella de vino y, durante la cena, las palabras saliendo de nuevo en torrente, dando vueltas por el aire, ensortijadas, juguetonas, flotando y mezclándose entre sí. No resultaba difícil verlas allí en medio, dibujarse y desdibujarse. Eran algo palpable y real, fluían solas, revolviéndose en un vaivén interminable y no era posible detenerlas porque participaban de la misma solidez y materialidad que todo lo que nos rodeaba en aquel instante. En algún momento, en medio de la conversación, las manos se encontraron sobre el mantel, se entrelazaron y alguno de los dos sugirió, era todo tan natural, marchar de aquel lugar.

Afuera había dejado de llover y la bóveda celeste, oscura ya, se ofrecía fragante arropando en su seno la fosforescente ciudad iluminada que nos rodeaba majestuosa e interminable.

Subimos a su apartamento, a dos manzanas del restaurante, y a los pocos minutos, los justos de arrancarse la ropa, tan incómoda e innecesaria, yacíamos convulsos sobre las sábanas de una cama enorme. Nuestras manos ocupaban por fin el espacio cedido tanto tiempo a las palabras. Recorrían ávidas nuestros cuerpos, descubriendo ocultos parajes de aliento, sudor, saliva, olores y sabores dulces, esperados y conocidos, pero infinitamente nuevos. Envueltas por la claridad filtrada perezosamente del exterior, nuestras siluetas se recortaron en la penumbra del cuarto, enlazadas entre sí, hasta que, poco a poco, el ovillo de los cuerpos se fue desmadejando y, colmados, saciados, desprendiéndonos el uno del otro, rozando nuestros dedos en las últimas y necesarias caricias, arribamos a una orilla de sopor y de sueño.

Cuando de madrugada sonó el despertador de mi teléfono, me vestí y, sin ni siquiera despedirme, salí precipitadamente dejando una breve nota junto a ella. Tenía el tiempo justo de pasar por mi apartamento, tomar un café, ver cómo estaba Osiris y marchar de nuevo. Me aguardaban temprano en la redacción y la jornada prometía ser dura.

Atravesé las primeras luces del alba observando el clarear del cielo, sintiendo cómo la mañana se ofrecía con su melodía que ahora me pareció, como nunca me había parecido, alegre y vital. Todo era igual a otros días, pero todo era distinto. Siempre me había visto a mí mismo como parte de esa masa de individuos grises, incapaces de huir de su destino, que sueñan con escapar y no pueden, o no saben, y acaban consumiéndose, buscando un refugio desesperado en el ardor etílico o en el amor mercenario, negándose a aceptar que, al día siguiente, seguirán siendo seres anónimos, perdidos, olvidados en medio del ruido ensordecedor de la urbe. Pensaba que mi vida sería así, aburrida, monótona, como la de muchos otros a los que veía pasar en colas interminables, como una plaga de autómatas, hacia sus trabajos, sus casas, sus secretos inconfesables, en esa afluencia sin orden que nutre las calles, inundando la ciudad con una obstinación fatal, renovada día a día, pero igualmente sorda e interminable.

Así había sido hasta ese instante. Hasta ese momento en que la había visto pasar mientras esperaba que dejase de llover refugiado en el portal del edificio donde estaba la redacción del periódico, caminando con seguridad, en medio del tráfago urbano, entre una multitud tan sombría como la luz que caía, creo haberlo dicho ya, aquella tarde sobre la ciudad. Entonces me di cuenta de que me había equivocado, como tantas veces. Me di cuenta de que debería haberla seguido, debería haber salido corriendo tras ella, desesperado, bajo la lluvia inclemente antes de que doblase la esquina perdiéndose en medio del tumulto, lejana ya, hasta desaparecer irremisiblemente de mi vida para siempre.


Puedes oír algunos de los cuentos ‘Cronófagos’ (Marciano Sonoro Ediciones) leídos por sus autores aquí: CRONÓFAGOS.
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