19/04/2019
 Actualizado a 17/09/2019
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Nunca me ha gustado la Semana Santa. Cuando era pequeño los tambores me atronaban el oído e intentaba evitarlos y lo que es más importante, no me llamaban ninguno de los dos grandes atractivos de las procesiones para captar público infantil: ni me gustaban las obleas ni dar la mano a desconocidos con capuchón.

Con esos poco prometedores inicios iba a ser difícil que el camino procesional se fuera a unir con el mío en algún momento de mi vida. Probé una terapia de choque. Con unos 10 años unos amigos de mis padres me prestaron el traje de su hijo para que pudiera salir en una procesión y viera desde dentro a ver qué me parecía. En la calle Ancha aún recuerdan la leyenda de aquel niño que salió corriendo de la procesión del Rosario de Pasión para levantarse el capuchón y vomitar sin pausa durante unos dos minutos que a mí me parecieron veinte. No iba a haber manera.

Dejé entonces por imposible el llegar a una entente con la Semana Santa y años después me di cuenta de que quizás era una cuestión de no entenderla como muchos de los que más importancia le dan lo hacen. A veces de hecho pienso en que yo le doy más valor que ellos, al menos en el sentido en el que la creo: el de una celebración religiosa alejada de los egos, los postureos y las miradas por encima del hombro.

No puedo entender que gente que airadamente reconoce no pisar una iglesia «ni en una boda, que me voy al bar de enfrente» se parta la cara por lo que se supone que debería ser un acto religioso como es pujar un paso. Eso sí, me quito el sombrero con las bandas de música, que durante todo el año se dejan su tiempo en preparar las marchas que sacarán a la calle.

Con más de esas actitudes y menos de las otras quizás la Semana Santa leonesa me volviera a llamar a la acera, pero hasta entonces me encontrarán en casa, disfrutando de la otra Pascua, la de poder ver a tus amigos y familia emigrados y que regresan por estas fechas. Porque cada uno entiende la fe como quiere y la mía es esa.
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