Papasquiaros

Bruno Marcos comenta en este artículo el encuentro en torno a los escritores infrarrealistas que tuvo lugar hace unos días

Bruno Marcos
08/03/2018
 Actualizado a 16/09/2019
Encuentro en torno a los escritores infrarrealistas. | JUAN LUIS GARCÍA
Encuentro en torno a los escritores infrarrealistas. | JUAN LUIS GARCÍA
"Ulises Lima fue mi mejor amigo, mi mejor amigo de lejos, fue un poeta mejicano que murió hace algo más de un año. En realidad era un ser extrañísimo, parecía haber bajado de un ovni hacía un par de días. Tenía cosas tan raras como meterse en la ducha y seguir leyendo". Lo dijo Roberto Bolaño, con ese rictus en la boca tan suyo con el que parecía que la voz chilena le saliera del alma sin mover apenas los labios, como si fuera un ventrílocuo de sí mismo. Mario Santiago Papasquiaro es el Ulises Lima de ‘Los detectives salvajes’, la novela que sacó de la sombra a Bolaño para que viéramos la vida incandescente entrando por los renglones de la literatura, la vida cuando se vive al punto de quemar los dedos si se toca.

El grandísimo encanto de Bolaño consiste, al menos para mí, en resucitar la intensidad como si no hubiera sido sólo chispas que desaparecen en el aire al instante. Hablaba de los poetas como los mayores aventureros de todos los tiempos, como si fueran los seres que más cerca han estado del éxtasis.

En una entrevista afirmaba, sin embargo, que no deseaba que su hijo fuera escritor, al menos un escritor como él. Es como si se diera cuenta de que todo habían sido fantasías, como si viera que toda su vida había sido una adolescencia a la que no puso fin a tiempo, al contrario del poeta Rimbaud, que lo dejó todo a los diecinueve años asegurando al final de su «temporada en el infierno» que había que ser «absolutamente moderno», es decir práctico, que había que olvidarse de las ensoñaciones de la poesía.

‘Los perros románticos’ es un poema de lucidez y de despedida, de testarudez si se quiere, o de hombre que ya no puede borrar su historia. Bolaño en él nos dice que se queda con ellos de forma simbólica, a sabiendas de que no son ni escritores ni artistas de verdad, que lo que son en realidad es soñadores, estupendos soñadores, seguramente los mejores de Latinoamérica y de Europa, del Mundo y del Universo incluso. De lo que habla Bolaño es de otra cosa, no habla de la literatura. Lo confirma su canon literario en tantos puntos disparatado. El hecho de que alguien como él explique tanto su canon ya es extraño. De lo que habla es de la vida, de cuando el joven entra en la vida y lo hace enredado por las selvas de la literatura, selvas que le parecen inexploradas.

Papasquiaro se quedó aun más atascado que Bolaño. Cuenta su leyenda que deambulaba por el nocturno México DF sin rumbo fijo, cruzando las grandes avenidas atestadas con los ojos cerrados hasta que llegó anónimamente al depósito de cadáveres.

Hace poco, en nuestra ciudad, a iniciativa de Magali Labarta se reunieron unos cuantos —no tan jóvenes— soñadores para revivir los poemas de los perros románticos y darse cuenta de que no se puede fundar nada con ellos, porque todo lo que hay de ellos es una elegía, la elegía de los sueños muertos que sólo pueden volver a nacer con nuevos soñadores.

Aseguraba Papasquiaro que llevaba dentro «el eco de un impulso insospechable, simiente lunar, manantial de migraciones», la juventud.
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