28/03/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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No es ninguna originalidad hoy escribir sobre Paloma Gómez Borrero, que acaba de fallecer, ni pretendo ser el único que lo haga. Lo que sí puedo decir es que, casi inevitablemente, cada vez que alguien la nombraba o ella se hacía presente de alguna manera, me venía a la memoria la imitación que de ella hizo algún día uno de los componentes de Martes y Trece. Siempre hay personas tan singulares y originales que no resulta difícil hacer de ellas algún tipo de caricatura, sea gráfica o teatrera. Paloma era una de ellas. Así mismo sucede que cuando se pone nombre a un niño no necesariamente tiene que ver con la forma de ser de la persona. Podría llamarse Ángel y comportarse como un demonio. En el caso de Paloma hasta el nombre resulta muy acertado, a juzgar por la paz que siempre transmitía. Lo que sí puede suceder es que a veces la caricatura, incluida la que podamos hacer de alguien en nuestra propia mente, llegue a suplantar el original y que lo que nos quede de esa persona sea una imagen distorsionada que oculta la verdadera realidad.

Volviendo a Paloma, es posible que muchos la hayan considerado como una especie de mujer más bien beata, ingenua, ñoña, tontorrona, anticuada… que contrasta con ese otro tipo de mujeres que se consideran a sí mismas liberadas, progresistas, feministas, reivindicativas, no sumisas… y a poder ser no solamente nada sospechosas de beatería, sino incluso no creyentes. No cabe duda que en nuestra sociedad acomplejada da más puntos hablar mal del Vaticano y poner de relieve sus miserias morales, que sabemos que existen, que mirar con simpatía a la Santa Sede o al propio Papa.

Dicho esto, hemos de reconocer que Paloma era una persona muy inteligente, teniendo en cuenta que la verdadera inteligencia va mucho más allá de la mera posesión de títulos académicos y que ha de ser ante todo inteligencia emocional, saber estar, saber comunicar, saber compartir, saber llegar a la gente… y en eso fue una verdadera maestra de periodismo y de comunicación, que dominaba otros muchos temas que no eran necesariamente del ámbito eclesiástico. Pero ella era, además, una cristiana convencida, sin complejos. No era una mujer carca. Su sincero afecto a Dios y a la Iglesia ha sido para ella el mejor caldo de cultivo para un ejercicio tan brillante de la profesión. Su amabilidad y sonrisa no era artificial y forzada, sino que tenía toda la frescura que da la vivencia de una auténtica espiritualidad. Y no parece exagerado decir que también le ayudó a conservarse tan joven.
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