22/02/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Una verdad de perogrullo: todas las cosas tienen su momento. Ya lo decía el rey David, (¿o fue el rey Salomón?), «tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de sembrar y tiempo de cosechar lo sembrado». Pero yo no soy el de la honda ni el de la reina de Saba, por lo que me conformaré con contaros cosas más mundanas. Tiempo de ver y de observar. Esta provincia tiene paisajes maravillosos que ganan mucho si los observamos en el momento adecuado. Para ver las hayas de Sajambre o del valle de Riosol, es conveniente ir en otoño, cuando sus hojas tornan del verde oscuro al rojo y al amarillo. Hay pocos instantes tan soberbios en la naturaleza; como, también en otoño, acercarse al Bierzo o a los Oteros para hacer la misma operación con las hojas de las vides. O ver, también en la montaña leonesa, nacer las primeras flores de primavera. Por muy cafre y necio que seas, en esos momentos no puedes por menos que sentirte bien contigo mismo y con el mundo. O ver aparecer en el puerto del Pando, en el helado enero, la luna más hermosa del año a medida que te vas acercando a su cima. O andar por la calle más bonita de León, Cardenal Landázuri, en una noche cerrada y lloviendo, cuando las farolas iluminan malamente sus piedras y sus fachadas y te hacen recordar las descripciones del Londres victoriano que has leído en las novelas de Sherlok Holmes.

Hace muchos años, en los albores de la democracia, los dos poderes más importantes de mi pueblo, alcalde y presidente de la cámara agraria, cayeron en manos de dos hermanos. Su padre, un señor muy mayor que pasaba el tiempo el bar de Miguel, un día y ante un considerable auditorio, dijo una frase que pasó a las crónicas del pueblo: «Trabajo nos costó, pero somos los amos».

Alguien que haya nacido en la Sobarriba no tiene mucho que agradecer al creador y mucho menos algo de que presumir, aunque seas el alcalde o el amo del mayor rebaño de la comarca. En la Sobarriba el agua es un lujo que la naturaleza no le ha prestado. Sólo se siembran productos de secano: trigo, cebada, avena o centeno. Las huertas son pequeñas y los árboles, exceptuando cuando estás a punto de llegar a Represa y a Villamayor, brillan por su ausencia. La tierra fue su único sustento, nada de industrias o de alamares extraños. Y rebaños de ovejas; muchas ovejas y alguna que otra cabra. Sin embargo yo, cuando tengo que ir a Vegas, siempre atravieso la Sobarriba y me siento igual de bien que cuando admiro sitios tan increíbles como las Médulas o el Valle del Silencio. La Sobarriba me relaja, me hace sentir bien. Voy por la carretera que la cruza de lado a lado porque casi no encuentro coches y porque los picoletos no saben ni que existe. Tienes que conducir despacio, porque la vía es estrecha y la tiró un borracho o un burro esquilmado. Curvas y más curvas y todo el espacio del mundo alrededor. Me enamoré, un día muy lejano de la Sobarriba y es uno de esos amores atemporales a los que ninguna cosa puede menguar. Sus pueblos son pequeños, esparcidos por la planicie caprichosamente, sin ninguna organización ni falta que les hace. Sus pueblos nacen de la tierra y es ella la que se emplea para la construcción de sus casas. Sus pueblos, como casi todos los de la provincia, están vacíos; sólo los fines de semana y el verano los llena de vida. Pero son pueblos hermosos, hechos para sobrevivir en un lugar en el que no es fácil. Y hace frío, y los animales, (jabalíes, corzos, lobos, zorros, águilas, milanos, búhos, lechuzas), viven al lado de las casas, aunque no se meten con nadie; ellos, como sus vecinos humanos, bastante tienen con sobrevivir y han coexistido sin molestarse demasiado desde que el mundo es mundo. Todo esto que os cuento sería válido hace treinta años. Ahora ni eso. Ya se ven chalets de piedra que sólo se abren en verano, porque, como os dije, el resto del año sus habitantes, (quitando los de los lugares pegados a León), viven en la capital y sus casas y sus calles son ocupadas por los mismos fantasmas habituales que gobiernan en la inmensa mayoría de los poblados de esta provincia.

Algunos días, cuando no tengo ninguna prisa por llegar a mi destino, aparco el coche en cualquier camino pegado a la carretera y doy un garbeo por los campos. Si es primavera avanzada puedo coger ramos de espliego o de milenrama, que abundan sobremanera. Pero si queréis descubrir la Sobarriba, hacedlo en invierno, bien temprano, en un día con nubes y con niebla. Os encontraréis, entonces, en un mundo mágico, nacido de la tierra nadie sabe cómo y por qué. Os tiene que dar igual. Lo importante es observar la Sobarriba en el momento justo, oportuno. Igual que a la puta vida. Salud y anarquía.
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