La aplicación de este Convenio, sin embargo, ha sido papel mojado entre nosotros hasta la fecha; y hablo, por no dispersarnos, del Bierzo: no hay una sola administración pública (entre los 37 ayuntamientos, el Consejo Comarcal, la Diputación, el Ministerio de Transición Ecológica, la Confederación Hidrográfica o la Junta de Castilla y León, que haya desarrollado políticas específicas destinadas –como ordena el Convenio Europeo del Paisaje– «a la protección, gestión y ordenación del paisaje; con procedimientos para la participación pública; e integrando el paisaje en las políticas de ordenación territorial, urbanística, cultural, medioambiental, agrícola, social y económica».
Nada: el vacío político, en la tierra del feísmo, los cielos abiertos y las chimeneas, ahora arrasada por los incendios y la desertización.
Y esto ocurre en una zona geográfica privilegiada, donde la naturaleza es inmensamente generosa –de cuya riqueza presumimos los bercianos y bercianas– y en la que el paisaje, en sí mismo, es nuestro primer recurso económico: el incesante turismo que visita Las Médulas, Ancares, Fornela, todo el valle del Sil y su circo de montañas no existiría sin su/nuestro maravilloso paisaje.
Porque, en su más íntima esencia, El Bierzo es puro paisaje, y así lo han sabido captar nuestros artistas, fotógrafos y poetas; pero también los pastores y las senderistas, los hacedores de rutas mágicas y las soñadoras de horizontes limpios.
Entre ellos, hay en El Bierzo –al menos– tres paisajistas inmensos, a los que quiero dedicar esta crónica de verano en LNC: Enrique Gil, Amalio y Pepe Carralero. Tres autores que han elevado el paisaje del Bierzo a la categoría de protagonista de su obra.
Enrique Gil (1815-1846) –«el mejor paisajista de España», dice Azorín en cita muy conocida, que aquí viene a cuento– es el primero que convierte el paisaje del Bierzo en protagonista de sus novelas El Lago de Carucedo y El Señor de Bembibre: la descripción continuada del paisaje que Gil percibe, siente y escribe personifica el territorio, eleva el paisaje impersonal a la categoría de personaje principal de sus obras, con más presencia que María y Salvador, o don Álvaro y doña Beatriz.
A este nuevo personaje principal que la prosa de Gil introduce en escena, le llamaremos en adelante ‘Paisaje Bierzo’, definido como un bien común, patrimonio de todas las bercianas y bercianos, con personalidad jurídica propia, cuyo reconocimiento legal exigimos desde ya.
El alma del Bierzo
Cien años después de Gil, Amalio Fernández (1911-1988), capta el ‘Paisaje Bierzo’ con su cámara en blanco y negro como nadie lo había hecho antes y como nadie nunca lo hará después. Su archivo –prácticamente inédito– son más de 25.000 imágenes en las que el alma del Bierzo transpira a través de la luz, la sombra, el brillo, el matizado gris, el claroscuro; y siempre el encuadre, el punto de vista del fotógrafo, su personal visión del Bierzo, la naturaleza intacta humanizada por la presencia de los niños que juegan con ternura, del pastor solitario o de la señora Felicidad, que sonríe, la cabeza envuelta en su paño negro, podría ser la abuela de cualquiera de nosotros. A pesar de algunas publicaciones de mérito, el archivo de Amalio es una asignatura pendiente en la cultura berciana. Casi un siglo y medio después de Gil, y treinta años más joven que Amalio, nace el tercer paisajista que interioriza como nadie el alma colorista del Bierzo: José Sánchez Carralero (Cacabelos, 1942), Premio Castilla y León de las Artes, entre otros muchos méritos. «Cronista visual del paisaje» le ha bautizado Victoriano Crémer, y no seré yo quien lleve la contraria al maestro. No en vano, Pepe Carralero hereda la cátedra del Paisaje, la renueva, la innova y traslada su estudio al monasterio de Carracedo, donde cada verano él y Macarena Ruiz imparten el Curso Superior de Pintura de Paisaje que este año, en su V edición, cuenta con la presencia de otro admirado paisajista-naturalista, Joaquín Araujo.


Bien está que admiremos con orgullo la prosa de Gil, las fotos de Amalio y los óleos de Carralero; pero si la sociedad berciana no reacciona ante la destrucción acelerada y miserable de nuestro ‘Paisaje Bierzo’, muy pronto contemplaremos esas obras como el recuerdo de una tierra que fue bella –remanso de paz y silencio en sus ríos y bosques–; limpia –lavadas sus uvas y cerezas por la lluvia y el rocío–; y rica –madre pródiga, abundante y generosa–, antes de convertirse en un desierto.