15/06/2015
 Actualizado a 11/09/2019
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Pasó el día y pasó la romería, así que ahora hay que gobernar. Pero ha sido un fin de semana de celebración democrática, se mire por donde se mire, pues en el pacto, en el consenso, en el acuerdo entre distintos, está la grandeza de la política. Todo lo que sea abandonar el oscuro aire de la arrogancia, de la mal entendida superioridad de unos sobre otros, es bueno en la vida y en la política. Las elecciones locales han provocado un movimiento notable en el panorama estatal, dibujando al tiempo un nuevo mapa de prioridades. No leerlo en esa clave sería una muestra notable de cabezonería. Pero lo importante de los cambios reside en las oportunidades, en la posibilidad de construir el futuro con ideas renovadas.

Para los que amamos la innovación, la transformación, la evolución, y abominamos del inmovilismo, el complejo ejercicio de pactos y acuerdos que ha derivado en las corporaciones elegidas este sábado, debe entenderse como una terapia política. La pactoterapia es una bendición, porque exige ceder y convencer, exige negociar, exige comprender que el otro también puede tener su parte de razón. Y, sobre todo, exige respeto. No han faltado los analistas políticos que no han comprendido aún, a estas alturas de la película, el signo de los nuevos tiempos. Los que han pronosticado catástrofes y hecatombes sinnúmero, los que han sembrado el miedo por las esquinas, los que han presentado el acuerdo como un intercambio de cromos (así lo llaman), como si la necesidad de conformar gobiernos no hubiera llevado a situaciones así en otras ocasiones. No se puede triunfar en política (ni creo que en la vida diaria) sin altura de miras. Se gobierna desde la grandeza de ideas, no desde la pequeñez de los rencores. Se gobierna desde el positivismo, no desde la perpetua negación del otro. Siempre he pensado que, en esta tierra, tenemos una cierta tendencia a empequeñecer nuestros propios logros y a despreciar los logros de los de al lado. La modernidad no se consigue con una mirada mezquina, sino con una mirada generosa. Y hablando de esa costumbre de sostenella y no enmendalla: esta semana hemos asistido también al espectáculo de la gran pitada a Piqué en el Reino de León. Claro que la libertad de expresión es sagrada. Claro que el público que acude a un estadio es soberano. Y claro que Piqué pudo pasarse. Pero escuchando la transmisión deportiva, escuchando la opinión de todos los preguntados al respecto (jugadores, entrenadores, comentaristas), me pregunto si habrá merecido la pena la imagen proyectada a millones de espectadores. Convendría pensarlo un poco.
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