antonio-trobajob.jpg

Pactos, demagogias y catarros

14/07/2019
 Actualizado a 14/09/2019
Guardar
Superado el traqueteo de las últimas elecciones, inauguramos una nueva etapa de formas y de estilos en la gobernación pública, o sea, de hacer política. El bipartidismo decimonónico, en sus diferentes variantes, está enterrado; el estado de la nación posterior a los escándalos de corrupción parece que solo presenta algún catarro que otro; la experiencia de gobiernos conformados con retales manipulados en laboratorios de horrores no parece que satisfagan a nadie; han brotado también unos planteamientos que se sitúan más allá de las ideologías (que padecieron su ‘crepúsculo’ ya hace unas décadas) y han devenido en populismos fugados hacia los extremos con diferentes acentos y prioridades; y no se ha acabado con la vieja patraña de la demagogia, que todavía pone huevos en sillones individuales y en bancadas grupales; y se ha consolidado una franja central de ciudadanos que abogan fácticamente por unir liberalismo y socialismo, a modo de una social-democracia que, aun con su dosis de pragmatismo (la vilipendiada tecnocracia), no olvida las grandes utopías del humanismo sano.

Esta situación de momento ha traído la novedad de una política de pactos, que, si ya se venía ensayando tímidamente, ahora se ha puesto a caminar en compañía de argucias, chantajes y utilitarismos. En esta nueva tesitura, el ciudadano de la calle debe exigir que esta manera de asumir el compromiso de gobernar no tenga en su hoja de ruta como estilo primigenio el compadreo, que sea transparente y que juegue con las cartas sobre la mesa. El aliento que cruce esta política debe tener como vértice la búsqueda sincera y firme del bien común y, en particular, de los que sufren cualquier discriminación. No será de recibo que emerjan los viejos fantasmas de nacionalismos radicalizados que, además de ser anacronismos trogloditas, pueden alimentar odios, justificar desigualdades y caer en la idolatría del grupo, de la nación o de la raza. Además se debe superar la tentación de pensar que, una vez recogidos los votos, el político puede administrarlos como si se los hubiéramos entregado para su exclusivo uso, disfrute y explotación. En sus manos queda el acometer el ansiado rearme moral, que tanto necesita nuestra sociedad y, en particular, nuestra juventud. Para ello sería bueno que recuperaran el antiguo principio aristotélico de las ‘buenas leyes’ y que, con Platón al fondo, se protegiera y divulgara el valor pedagógico de las normas y se cuidara la limpieza ética ejemplarizante de los gobernantes. Esperemos.
Lo más leído