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Pacto por la elegancia

02/07/2020
 Actualizado a 02/07/2020
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Cuando uno pide un gintonic en uno de esos pubs sofisticados con coctelera no pide ginebra mezclada con tónica y hielos, quiere ser cómplice de un ritual hedonista destilado durante siglos. El ceremonial de la gastronomía es quizá uno de los comportamientos sociales que más distinguen al hombre de los animales. Lo mismo sucede, o al menos sucedía desde la antigua Grecia, con la oratoria en la política. El parlamentarismo además de gestionar destinos era un espectáculo intelectual para el ciudadano crítico. Una lucha para convencer y no solo vencer, que diría Unamuno.

El maestro Julio Camba fue un excelente comensal en sus ‘Crónicas parlamentarias’ a las que acudía con la misma curiosidad de sibarita que cuando explicaba el arte de comer. Con su escepticismo ante la clase política era el intruso perfecto para elevar a literatura la anécdota que se escondía en la cortesía parlamentaria. No importaban tanto las propuestas o críticas si no la forma en la que los diputados las defendían. Protocolo de diplomático. Sin embargo los que prometieron asaltar los cielos ahora tiran por los suelos el penúltimo ceremonial de la democracia.

Esta semana el Debate de Política General en Castilla y León ha sido el botellón de la enología. Aquí tampoco importaban las propuestas, las de siempre, y el hemiciclo fue por momentos una taberna de barriada antes de echar el cierre. Pablo Fernández, portavoz de Podemos, tiró de insulto y vulgaridad. Era un buen parlamentario que se perdió en la pugna por llamar la atención desde el gallinero del grupo mixto. El socialista Tudanca (a pesar de su sanchismo sí respeta la tradición parlamentaria) hizo su mejor papel terminada la leal tregua de la covid-19 y atacando sin derramarse a un Mañueco que solo rebate con el hastío de los lugares comunes. Tedio y zafiedad. Dignificar la política comenzaría por un pacto por la elegancia. No es el más urgente, pero sí necesario.
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