05/08/2021
 Actualizado a 05/08/2021
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Si algo está poniendo a prueba esta pandemia es la paciencia. Algunos se aferrarán a que se trata de un castigo divino para frenar el ritmo descontrolado de una sociedad efímera y de prisas donde el hoy es engullido constantemente por un posible mañana. La paciencia es para el verano, pero este largo año y medio (y lo que quede) nos está obligando a aprender a esperar, algo que ya no se estilaba para las generaciones más jóvenes acostumbradas a la cultura de lo inmediato. Nadie espera como agosto, viendo desde la toalla cómo la brisa acaricia la sombrilla y se mecen a la hora de la siesta los barcos.

Hubo que cultivar la paciencia en los surcos profundos de la tragedia a la espera de vacunas que frenaran la sangría de muertes de las primeras olas. Llegada la vacunación que estrenó Shakespeare en Reino Unido y aquí Araceli los gobiernos y los científicos marcaron la deseada inmunidad de grupo en un setenta por ciento de población inmunizada. Ahora que rozamos esta cifra idolatrada, y ya sacábamos las fanfarrias, dicen que habrá que aguardar hasta el noventa por ciento por culpa de las nuevas variantes del virus. Que no se alcanzará sin pinchar a los niños y sin que los indecisos acudan a las repescas. La covid va perdiendo batallas pero aun no ha perdido la guerra y vuelve a hacer estragos en las residencias de mayores. Cuando pregonemos que somos un rebaño con anticuerpos nos contarán aquello de que es necesaria una tercera dosis para poder dar esquinazo a los bichitos. En eso consiste ser rebaño, en dejarse llevar por el pastoreo.

La paciencia la enseña el verano. No importa cuánto desees ver atardecer que el sol se pondrá ámbar a la hora precisa e irá acostándose lento en el páramo, con la serenidad que da saber que volverá a amanecer. En plena noche de agosto uno busca en el cielo una lluvia constante de Perseidas, pero los deseos fugaces caen marcando el ritmo del universo, un latido pausado que no entiende de urgencias.
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